BITÁCORA

LLUEVE EN CALIFORNIA

“Cuando llueve en California, te enterás primero por Snapchat, antes de mirar por la ventana”, me dijo una conocida hace unas semanas y se rio con ruido. Hasta hoy yo no había entendido del todo el chiste. Van tres días de llovizna persistente y por la calle hay montones de personas sacando fotos al reflejo de las luces en los charcos. En seis meses que llevo viviendo acá nunca hubo una lluvia propiamente dicha, de esas porteñas que suben desde el río y empapan la ciudad. En verano, por ejemplo, hay temporada de tormentas secas, con truenos y rayos, pero sin caída de agua. Parece que se viene el mundo abajo, pero no pasa nada. El calor persiste en este clima que, en estética, invita a la torta frita, aunque al mismo tiempo saca las ganas de prender fuego y cocinar. Antinatural.


Pasé diecisiete años en el mismo trabajo. Desde 2003 hasta 2020. Creí que mi vida ya estaba hecha, que podría cambiar poco y nada, apenas para acomodarme al traqueteo de la vía única. Ir a la oficina, ganar plata, visitar familia, entrenar de vez en cuando, clavar cervezas y salidas con amigas y amigos, cultivar vida interior, adoptar una mascota, escribir, publicar, disfrutar, sentir, amar. Mandamientos que se vuelven pedorros cuando son impuestos, pero que se disfrutan cuando suceden naturalmente.


A las puertas del mejor peor año para hacer cambios drásticos, al que recordaremos con cariño y espanto como 2020, llegó el llamado a la aventura. Y fue literal. Estaba en medio de un corte de pelo cuando el que ahora es mi marido me dijo por teléfono que habían aceptado su posición posdoctoral en Estados Unidos. “Felicitaciones, supongo”, me deseó el peluquero; yo balbuceé un tímido “gracias” y seguí de frente al espejo, tratando de ver desde mi sonrisa hacia adentro. Buscando la procesión, sintiendo el cimbronazo de la decisión ya tomada.


No puedo decir que me tomó por sorpresa porque la idea de vivir en otro país estuvo instalada entre Gonzalo y yo casi desde que nos conocimos. Para él es una forma natural de continuar su formación y carrera en ciencia. Para mí, un desafío. Algo que en principio parecía poner fecha de vencimiento a la relación se fue postergando por meses, luego años, hasta que frente a ese llamado tuve que dejar de hacerme el boludo. Y eso es un baldazo de realidad que pega como agua helada. Una verdadera tormenta. Siempre encaré los cambios con miedo. No hay paso a la acción que no me implique tragar hondas cucharadas de incertidumbre. Pero salí a la lluvia.

Hubo muchas cosas en el medio. Incluyeron separación, cuarentena, una mudanza ilegal durante el cierre de la frontera entre CABA y provincia de Buenos Aires, trámites interminables y otros entreveros que alguna vez van a ver al detalle en mi docuserie de Netflix, pero que por ahora voy a omitir de este relato. Hasta que un día de julio subimos a un avión el gato, yo y las dos valijas en donde metí a presión parte de mi vida. Así viajamos a encontrarnos con mi marido, que nos esperaba en San Francisco.

Nota-recomendación para quienes vayan a emprender el mismo camino: piensen con cuidado y tiempo cómo van a resumir lo que tienen y quieren conservar para comprimirlo en solo 23 kilos por valija. A medida que se acercaba la fecha de viaje, todo me parecía indispensable y soltar cosas requirió de un arduo entrenamiento emocional.

No hay una épica triunfal en emigrar a países considerados primermundistas. Al menos no la hay en mi historia y, si la hubiera, la rechazo enojado. Me siento contento, sí. Aposté al cambio total en un momento muy particular, en función de un proyecto de familia, y estoy comprometido a descubrir a dónde va a llevarme esta aventura. En seis meses aprendí que el picante aparece en cualquier comida, que el deporte nacional es comprar por internet y que se puede equipar un departamento con cosas encontradas en la calle sin problema y, sobre todo, sin vergüenza. También, luego de una corta y poco exigente búsqueda de trabajo, ahora soy barista en un local de té y café. Para alguien que en 40 años se desafió poco a sí mismo, creo, está muy bien.

A pesar de lo caótico que se vuelve lidiar con husos horarios mezclados o pasar varias veces al día del español al inglés y del inglés al spanglish, todo se resume en seguir haciendo lo que hace bien, y de eso también se trata DIGAN SUS ELOGIOS. Esta cuarta edición viene con power iniciático para arrancar el año lectivo. En literatura, hay poemas inéditos de la adorada Laura Wittner y un relato de Ernesto Berardino, autor que presentamos al mundo. Antonio Santa Ana, Cecilia Szperling, Sergio Olguín, Magalí Etchebarne, Ricardo Romero y Luciana Pallero le escriben a sus perros y perras en un capricho muy canino. Hay dos reseñas de óperas primas: de la novela Transradio, de Maru Leonhard, en la que María Miranda descifra por qué este debut literario fue una de las novedades más interesantes de 2020, y de Los des años, el primer libro de poemas de Mariano Abrevaya Dios, en donde Darío Sosa sigue la pista de esta respuesta artística a la opresión de los años de gobierno macrista. Cerramos con una entrevista a Valeria Lois, tremenda actriz y mujer puerca que lee febrilmente, por Mariana Armelin. Todo ilustrado por el ser multitalentoso Luci Arlequin.

Ahora, mientras veo la lluvia por la ventana y no en mi teléfono, pienso que, más allá de las posibles diferencias, la vida es bastante parecida en cualquier rincón del planeta. Que, salvando las distancias y haciendo a un lado las obviedades, como la estabilidad del dólar o las posibilidades casi infinitas de elección de productos en el supermercado, Oakland y Lanús pueden ser igual de mágicas, desoladas o melancólicas. Y también siento, sin poder explicarlo, que venga lo que venga en este nuevo desafío, todo va a estar bien

MARTÍN GAGLIANO
CONSEJO EDITORIAL

ILUSTRACIONES: LUCI ARLEQUIN