LITERATURA

UNA OVEJA GALESA, UN RELATO DE ERNESTO BERARDINO

La participación afectiva de un hombre en la realidad de un animal que se muere, un cancionero ochentoso y un drama bajo la lluvia que se disfruta como comedia. Un momento involuntario de empatía extrema que ayuda a descubrir el infierno propio para presentar a este autor que viaja de la dramaturgia a la literatura con la habilidad de colocar el storytelling al servicio de la escritura.

ILUSTRACIONES: LUCI ARLEQUIN

Llovía como dos tercios del año en esa región de Pembrokeshire, Gales.

Estaba de visita en la casa de mi amiga Anna Williams, con quien habíamos trabajado en tres ediciones muy divertidas y mal organizadas del Galway Festival en Irlanda, por lo menos una década antes. Ella tenía 65 años y vivía en medio del campo. Experiodista de la BBC y productora de grandes eventos culturales, se había retirado a su casa de nacimiento, un lugar que pertenece a su familia desde hace dos siglos. Lo del retiro es una forma de decir. Rentaba varias hectáreas durante cuatro meses para que fueran a pastar ovejas de otros. No solo alquilaba las parcelas, además se ocupaba de que los animales no se escaparan, no se enfermaran y no murieran. El resto del año hacía los preparativos necesarios, que eran muchos. Además, se ocupaba de la capilla del pueblo, sin ser creyente. No era la primera vez que yo iba buscar paz a su casa.


Llovía ese día. Luego de dos noches de sueño en otro lugar, lejos de Londres, me desperté distinto, más relajado. Después de desayunar el bol horrendo de porridge, un preparado caliente a base de avena y leche que con canela mejora bastante, pero sin nada puede ser vomitivo, iniciamos la recorrida de las parcelas. Yo ya había aprendido a contar las ovejas. Si bien parece ser algo tonto, tiene sus mañas, ya que se mueven y ese orden móvil de los factores altera permanentemente el fucking producto. Una pesadilla y, al mismo tiempo, la mejor forma de parar de pensar. Una tarea ideal para olvidar las discusiones de las últimas semanas. Lo que a Anna le llevaba menos de un minuto, a mí me costaba cinco y en general lo hacía con errores. Ella se burlaba y decía que nunca me ganaría el Bachelor Degree of Sheepping from Pembrokeshire. Jamás terminó de creer que, antes de ir a su casa la primera vez, yo podía confundir fácilmente una oveja y una vaca. Las nubes infinitas tocaban los campos en el horizonte y la llovizna persistía.

Todo venía regularmente bien hasta que llegamos a la cuarta parcela. Nos dimos cuenta de que una de las ovejas estaba volteada, upside down, patas pa’ arriba. Aprendí más tarde ese día que las ovejas embarazadas de mellizos o trillizos a veces tienen en el último mes un gran déficit de glucosa, llamado toxemia o también ketosis, que las deja panza al cielo, en estado patético, y puede llevarlas a un coma químico o hasta matar a la madre y eventualmente también a los bebés. Todo es cuestión de tiempo, de en qué momento de la crisis la encuentres. Como con todo.

Anna aceleró el ritmo. Percibí que subía la tensión, pero yo aún no entendía cuál era el problema. Se tiró al suelo buscando los ojos del animal. Los tiene muy rojos, dijo. A mí todo me parecía una ficción. Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado y sentía una gran impotencia. No solo no podía ayudar, eso era obvio, sino que no llegaba ni siquiera a captar el tamaño del problema ni a tener registro de la gravedad de la situación. Nada de lo que había sucedido en mi vida y para lo que me había preparado indicaba que iba a terminar en un campo lleno de ovejas afrontando la crisis de vida o muerte de una de ellas. Lo más cercano que había estado de algo así había sido viendo La familia Ingalls cuando era chico y ahora me sentía tonto como Almanzo Wilder, a quien detestaba por ser el novio de Laura. Aunque ya tenía bastantes más años que Charles, seguramente, todavía seguía pensando a veces en las pecas y la sonrisa de su hija de trenzas

La oveja. Sí, la oveja se moría. Anna me dijo se muere, tenemos que hacer algo urgente. Intentó contactar al veterinario del pueblo por teléfono, pero sin éxito. Decidió que tenía que ir a buscarlo, que no había tiempo, la madre se moría. Sentí su angustia y, al mismo tiempo, volví a admirar, como siempre, esa gran capacidad suya para tomar decisiones que la caracteriza. Se iba a buscar al veterinario para que le dé a la oveja una inyección de glucosa. Y yo, ¿qué hago, Anna? Tenés que quedarte con ella. ¿Eh? Y cuando mi cerebro volvió a las tres dimensiones de donde me encontraba, mi amiga ya estaba en su auto, alejándose.

Una corriente extraña me sacudió el cuerpo. ¿Qué hago acá? La oveja me miraba. Sufría. Yo miraba a la oveja. Esos ojos rojos, llenos de sangre en el lugar equivocado. Llovía. Deseé que por favor se abriera la tierra y desapareciéramos la oveja, sus mellizos, la lluvia y yo. Quise irme y dejar que pase lo que tenga que pasar. No era mi problema. Pero un segundo después entendí que todo lo que nos pasa es nuestro problema. Tuve ganas de estar en Londres, con Giulia, en casa, en el sillón mirando tele y esperando una pizza con una copa de vino en la mano, como antes, como cuando todo era cero problemas.

Pasaron unos minutos. Como la tierra no se abría, no tenía copa de vino en la mano, en esa región no existe el delivery y me sobraban problemas con Giulia, acepté la situación. Intenté conectar con la oveja, a ver si la podía ayudar. No sabía cómo. Así que la comencé a acariciar. Era suave y, a pesar de la lana humedecida, el contacto era agradable. Cuanto más la acariciaba a ella, más me calmaba yo. Y así, poco a poco, nos fuimos serenando bajo las gotas incesantes del gris cielo galés.

Con esa nueva calma, empecé a ordenar el sentido de mi presencia en ese lugar, aunque fuera insólito que me encontrara en esa situación. También fue insólito, pero a la vez natural, cantarle mientras la acariciaba. Arranqué con Sui Generis, Lunes otra vez y Rasguña las piedras, después algo de Los Twist, Pensé que se trataba de cieguitos, para ponerle un ritmo más vital, luego probé con Zas, Tirá para arriba, y seguí levantando vuelo con Ala Delta, de Divididos. Todo lo que nos pasa es nuestro problema, y ahí estaba yo, en el barro, mojado, cantándole rock argentino a una oveja galesa que se moría, creyendo que eso la podía ayudar. Y sucedió algo muy poco profano. Un shock químico que trascendió lo explicable. “Y la virgen pasó haciendo ala delta”, canté y, boom, se detonaron imágenes a toda velocidad. Una lluvia de imágenes, pensamientos, sensaciones, todo en simultáneo, muy preciso, presente, pleno, constante.

Mi primer perro, Polo, mi primer recuerdo, el jardín de infantes, el día que se me cayó la tinta azul en la cabeza, el escarabajo que se estaba por comer mi hermana de dos años y el cachetazo de mi hermano, el escobazo en la espalda a mi hermano, nunca lo había hecho llorar antes, el payaso, la sillita del payaso, el dibujo del payaso de mi abuela, la casa de mi abuela, las gallinas del fondo de los nonos, el Renault 4 de mi abuelo, mi prima cayéndose del Renault 4 y rodando por la avenida Juan B. Justo y los autos esquivándola, mi prima rodando por las escaleras de mi casa, mi prima desnuda detrás de una cortina naranja, le prometí que no se veía nada, mi papá y mi mamá tirándose con todo, yo en el medio, mi papá subiendo todas sus cosas al Falcon amarillo para no volver más, la cadenita que le regalé a mi primera novia, tal vez el mejor regalo que hice en mi vida, las sábanas meadas a la mañana por tercer día consecutivo, la guerra de kakis, los labios violetas de comer tantas moras robadas, la bicicleta celeste, la verde rodado 20, la carpa de Gesell, la humedad, el asma de Sebas, los cucuruchos de papas fritas, el último día antes de dejar el mar, la última mirada al agua.

Las imágenes seguían desfilando, y ahora lo puedo decir, pero sucedió muy rápido, fue un segundo, la oveja me miraba y parecía comprender que el que sufría un shock químico era yo. Entonces se dio vuelta, enderezó su panzota, y me dejé caer en el pasto, en el barro. Me acosté. Miré el cielo. La oveja me empezó a acariciar, me miraba con ternura y la escalera mecánica subía, me llevaba, quedaba mi familia atrás, el avión de Líneas Aéreas Paraguayas despegó de Ezeiza y también la certeza de que siempre iba a moverme sin cesar, cada vez más lejos de aquel momento en el que comprendí que la vida iba a ser mudarse 45 veces y no tener casa durante años, cuando una valija y una computadora eran hogar, la libertad, el error de intentar hacer un hogar, la idea de aferrarme a algo, ¿enraizarse en vuelo?, pensar que se puede pasar mucho tiempo en un sillón con una copa de vino en la mano, comprobar que no, mientras todo se derrumba, tanto dolor, tan en el aire es difícil construir me decía Giulia, tan en la tierra es difícil vivir le respondía yo, y nos tiramos con todo, y me vine a Gales ¿en un Falcon amarillo?, y el desfile de paisajes, caras, fotos, canciones, textos, escenarios, un oleaje, y la oveja me cantaba en galés, una canción dulce, y llovía. La luz. Esos faros tan potentes de frente, el túnel, todo era tan real, nunca dejaba de sentir las caricias de la oveja ni las gotas de lluvia, el olor a pasto, la humedad, la tierra viva, todo vivo, tan vivo, yo tan vivo en el umbral de la muerte, y yo era la lluvia, la tierra húmeda.

Entonces llega Anna corriendo, la sigue el veterinario. Hablan. Me veo responderles sin saber lo que digo. Me explotan los ojos, llenos de sangre en el lugar equivocado, y siento la inyección en la parte baja de mi cogote lanudo y pumba pa’arriba, casi inmediatamente me incorporo de un salto, es una electricidad hermosa de glucosa, profunda, empiezo a andar. Canto Zas de nuevo, “Tirá, tirá para arriba, tirá. Si no ves la salida, no importa, mi amor. No importa, vos, tirá” y corro, sé que no soy una oveja y sin embargo me sumo al rebaño. Qué bien me siento, qué libre, de nuevo. Soy una más de nuevo entre todas.

Anna me habla, no la comprendo, miro sus ojos, ella también está empapada. Why are you crying? Are you ok? Y lloro, lloro mucho. Me abraza. Me dice no llores, la salvamos, la oveja se salvó. Está allá con las otras, se fue corriendo. Ahora vamos a almorzar. Subimos al auto, arranca, unos rayos de luz se filtran entre las nubes. No extraño más el sillón. ¿Qué comemos, Anna?

Ya no llueve.