CAPRICHO

REFLEXIONES PANDÉMICAS: EL VASO LLENO DE LA NUEVA NORMALIDAD

Desde experimentar en la cocina hasta hacer cursos y talleres, pasando por sincericidios o viajes en bicicleta, la parte escribiente de esta mafia positiva desglosa una lista de hábitos bueno-malos y estrategias de supervivencia adoptadas durante la pandemia. La intención es expandir habilidades, autocuidarse y contagiar eso a quien lea. Entren acá sin inmunizarse para salir con anticuerpos para el tedio cotidiano.

POR: E. LOGIAN

La alegría no la disimulo y quiero expresarla en todas las redes sociales habidas y por haber (salvo vivos de IG, que los odio), gritarlo en cada meet y videollamada (Zoom no, estoy en contra), tirar papelitos de colores por la ventana. Sentirse feliz en este contexto no es moneda corriente, por eso hay que contagiarlo. Aprovecho para celebrar, ante todo, con una colección de mini ensayos que me encantan, hechos por mi gente favorita para la revista que amo y que ahora comparto con ustedes, a quienes incluyo en esta fiesta.

Me gusta cumplir mis caprichos. También amo hacer y recibir elogios. Para este número, como es una fecha especial, el reto fue contar un capricho saludable adquirido en pandemia y un elogio a esta nueva normalidad. Alto desafío ver el mundo actual con anteojos positivos, pero fue superado, y acá intentamos viralizarlo.

Daniela Pasik resume perfectamente las emociones cambiantes que nos atraviesan en esta etapa y sale a cazar fantasmas (literales y de los otros); María Miranda hace una oda a sus amistades y al vino;  Mariana Armelin desglosa sus riesgos a tomar y pone prioridades en perspectiva;  Martín Gagliano recuerda hacia dónde corría antes y baja un cambio con el té de menta; Flora Otaño Ezcurra se reconoce caprichosa de primera cepa y cuenta cómo aprendió a diferenciar determinación de berrinche; y Darío Sosa relata que, ante la imposibilidad de viajar, encontró una vía de escape sobre dos ruedas por la ciudad. Por mi parte, mi mayor capricho es haber creado esta revista cultural en plena primera ola pandémica junto a la mafia positiva y mi mayor elogio es para esa banda hermosamente quilombera que se embarcó en una idea loca para hacerla realidad.  Acá está, este es, mi sexto capricho de una serie. Vengo en mi primer cumpleaños a celebrar con papelitos de colores y confeti al paso de cada cual que lea.

NO ESTABA PREPARADA PARA UN APOCALIPSIS PAULATINO EN PANTUFLAS

Veo, en las redes, despedidas. La vicedirectora de un colegio, el colega de mi amiga, un padre, una abuela, ese hermano de alguien que conozco. Me siento horrible. Pero porque pienso “menos mal que no soy yo o alguien de mi tribu”. Ahora, eso se mezcla con fotos de “personas de riesgo” o “personal esencial” vacunado, los turnos según edad o profesión, los textos emotivos. Me da vergüenza no sentir alivio, gana siempre la ira ante la pregunta recurrente “¿por qué te la dieron a vos?”, “¿Cuál te tocó?”. En mi momento de recibir la primera dosis tengo terror de que me cancelen por algo, me repudien por estar del lado inmunizado. Lo veo cada día y me estremezco. No puedo compartir alegrías. Propias ni ajenas. Estoy repleta de recaudos. Y quedo en blanco, a rellenar.

Mis crisis emocionales de siempre ahora me parecen idiotas. Trato de completar mi casillero con algo que no sea cobardía y solo puedo pensar en eso de que el infierno es el otro. No me gusta la masa madre, se me mueren las plantas y no tengo tanta épica propia como para pasarla bomba a distancia. Igual hago cosas. No tiene que ver con este momento del mundo. Solo soy así. Avanzo en llamas, llorando, desesperada. O en blanco. A rellenar.

Escribo porque me calma, aunque también me desespera. Pero lo hago. En pleno invierno pasado, con la nada recorriendo el exterior, hice un curso para ser investigadora paranormal con un amigo. Nos pareció divertido. Lo fue. Terminé con un 10 en el examen final y un diploma de ghost hunter. Salgo a cazar fantasmas en toda su polisemia. Leo sobre liturgias vampíricas de día y a la noche veo series que me hagan reír o llorar. Me niego a la demanda de productividad reinante, odio el cartel que exige hacer todo con amor, la fantochada positivista y coso. Nadie va a “salir mejor” de esta pandemia, lo estamos viendo. Yo solo quiero salir. ¿Falta mucho para llegar a ningún lugar? ¿Y ahora? A veces me golpea la certeza de que mi última juventud muere acá encerrada. Que volveré al mundo ya vieja, sin ganas.

Ojalá vuelva a querer ir a una fiesta, tomar del pico con alguien en una botella compartida, tocar a todo el mundo, besarme en la boca con un desconocido y hacer todo eso que en “la vieja normalidad” me daba fobia. Mi mayor deseo es que me dure el deseo.

AGUANTE LAS REDES, LAS ANALÓGICAS

Por ser hija única, durante mis 28 años de existencia me han encasillado como caprichosa. A veces lo soy, aunque una mala caprichosa, que se da por vencida si la cosa se pone tediosa. Sí me considero una persona porfiada, por lo que creo que está bien. 

El inicio de la pandemia me encontró sola y convencida de que esto era algo pasajero. A las dos semanas me resigné a que hasta 2022 no salíamos y después desconfié de que de esta saliéramos mejores. Mi cable a tierra fueron mis amigues, en todo su esplendor.

Un capricho que fui cultivando con el pasar de los meses fue cocinar (postres, cenas, almuerzos). Cada receta que encontraba en Instagram la guardaba y la ponía en marcha para luego enviarle una porción a amigas y amigos que viven cerca de casa. Otro capricho fue disfrutar los fines de semana desconectada de la virtualidad, que aparentaba ser la única ventana con el mundo, pero en realidad era mi manera de aislarme más de lo que estaba confinada por decreto nacional. Me encapriché con que la pandemia no me iba a deprimir más de lo que yo misma podía hacerlo y el vino fue un buen aliado en esa pelea.

Un elogio es difícil, pero veo un saldo positivo en la aventura que se emprende al conocerse a una misma entre tanto aislamiento. Elogio la paciencia que me tengo y la amabilidad que no perdí para tratarme bien en un contexto cuasi apocalíptico. Mi elogio es a las redes, pero a esas que tejemos con amigos, amigas, parejas, vecinos, vecinas, para sentirnos a salvo y en casa cuando el mundo tira para abajo.

ESCLAVA DE MI DESEO

Elogio, no sé. Para elogiar estos tiempos tendría que haber un costado bueno y colectivo en lugar de este perderle el respeto a la muerte ajena y coqueteo hardcore con la propia, en versión ruleta rusa inconsciente. Pero si jugara a elogiar desde mi comodidad de heredera de clase media, tengo dos razones.

Number one: usé la pandemia como excusa inapelable para una simpática cantidad de cosas. Por ejemplo, y según el momento de cuarentena impuesto, diluí el epílogo de una relación alegando que extremaba los cuidados y aproveché para, de la misma manera, no ver a nadie a quien no tuviera ganas. Sinceré los estándares de higiene y belleza si, total, nadie me iba a ver en persona. Me levanté todos los días a la hora que me despertaba naturalmente, sin culpa. Bebí 357 días en un año con justificación.

También descubrí qué es lo que jamás volvería a hacer para ganar dinero y que el paso del tiempo no es uniforme, es una percepción caprichosa. A lo que más me dediqué fue a escribir, leer y cocinar, porque no pedí un fucking delivery durante los primeros nueve meses.

Y ya que hablamos de caprichos, acuñé varios y fueron variando de acuerdo a la etapa. Los enumero de menor a mayor. Uno. Bailar los sábados online. Dos. Tomar Campari con mi hija los viernes luego de hacer las compras y sanitizarlas. Tres. Comer maní durante los Zooms —no cualquiera, con cáscara, tostado y de una marca en particular que por momentos está en falta; sí, gente, Maní King—. Cuatro. Hacer asados, aunque fueran para mí sola. Cinco. Mudarme luego de once años; se me antojó y lo hice.

Y ahora, a raíz de este capricho tuyo, E. Logian, y honrando tu número favorito, quiero que se termine la pandemia, pero, número seis, sin perder nada de lo ganado y aprendido.

HOJAS DE MENTA Y AGUA CALIENTE

Durante los primeros meses de visita de la Tía Cuarentena pasé por una fase de experimentación violenta. Me anoté en cuanta actividad online pude encontrar, convencido de que estaba en una etapa de cambio y autoconocimiento personal. Si no es ahora, cuándo.

Y así pasé de catas de quesos a clases de calistenia via Zoom. Spoiler alert: todas y cada una estuvieron destinadas al abandono en el corto plazo.

Quizás en lo único en lo que me mantuve constante hasta el día de hoy es en la lectura. Leer antes de dormir, con un tecito caliente de menta en la mesa de luz es mi capricho favorito. Y si bien es algo que venía haciendo antes de esta nueva normalidad, también es algo que transformé en ritual.

Y mi elogio a esta realidad va por el mismo camino. En lo personal siento que hay una nueva percepción del tiempo. No es que los días sean más largos, es que no hay tanta necesidad de correr. La pandemia me desaceleró (un poco, tampoco la pavada new age) y estar en casa es combinar videollamadas de trabajo con tiempo de series, cocina, lectura, agua caliente y hebras de té con menta. Y siento que no está tan mal. Después de todo, lo que no te mata te hace más fuerte.

DE BERRINCHES Y CACEROLAS

Toda la vida escuché que soy caprichosa. Con mis hermanas, mis juguetes y mis elecciones: no suelto nada. Quiero que todo sea a mi manera. Puede que las acusaciones sean ciertas, sostuve múltiples caprichos a lo largo de los años.

Como buena niña criada a finales de los 90 y principios de 2000, cuando mis viejos se negaban a —por ejemplo— llevarme a tomar un helado, mis hermanas y yo les hacíamos un cacerolazo. Íbamos a la cocina, agarrábamos cucharas y cacerolas, y empezaba la manifestación.

Cuando quisimos ir a ver Harry Potter al cine, papá dijo que nos llevaría cuando lloviera. Entonces, salimos al jardín e hicimos la perfo de lo que considerábamos era “El baile de la lluvia”, implorándole a la Pachamama que lloviera. Y llovió.

Pero esto que resultaba tan efectivo en mi niñez no se trasladó necesariamente bien en la vida adulta. Transmutó en algo mucho menos pintoresco: en relaciones que no fueron más que un capricho, por ejemplo. Que no hacían bien ni aportaban nada, pero eran un gusto que —de todas formas— me quería dar.

Desde que comenzó la cuarentena, muchas cosas cambiaron en el mundo y en mi vida.

Frenar me obligó a encontrarme con que si bien no sé qué quiero hacer con mis días, al menos sé lo que no quiero seguir sosteniendo. Y como ya no puedo resolver mis anhelos a cacerolazos, tuve que hacerme cargo de mí misma. Cambié de trabajo, de ciudad y solté vínculos que estaban irremediablemente sueltos. Estoy aprendiendo a encontrar mi medida de cuidado y a no apretar aquello que no quepa, o quiera caber.

En ese sentido, mis caprichos ahora consisten en pequeñas demandas sobre lo que acepto o no comer, qué series y películas estoy dispuesta (o no) a ver; y a quiénes habilito a que demanden de mi energía psíquica.

Puede que no sean tan distintos de los que tenía hace varios años atrás, en realidad. No lo sé, todavía no respondí muchas de mis incógnitas. No tengo respuestas, pero al menos tengo preguntas.

I WANT TO RIDE MY BICYCLE

Por culpa del transporte público de CABA casi me vuelvo a mi pueblo y me alejo de mi hija.

Tenía un codo filoso a la altura de un riñón y el chivo transpirado de otro pasajero en mi cara, con una mano sostenía un libro y con la otra me agarraba de una mancuerna cuando lo escuché por primera vez. Con voz rasposa de fumador viejo y paisano, un mini-yo vestido de diablo a la altura del hombro me dijo: “Esta ciudad es una cagada, yo que usted me vuelvo”.

Una vez un tipo altísimo y trajeado me pegó una piña en la espalda acusándome de que había entrado al vagón del subte a los empujones, estación Ángel Gallardo, 8.30 de la mañana. No sabes cómo se puso el diablito. “¡Tan todos locos!, ¡Vuelva, Sosa!”

En pandemia empezamos a ir con mi novia al laburo en auto (somos vecinos de trabajo). Al principio no había mucho tráfico, pero no duró demasiado… Y, bueno, cuando el tránsito no fluye, la gente se pone nerviosa y el diablito, contestatario y protestón.

Hace unos meses, ella dijo “lo del auto no da para más. Catorce kilómetros no es tanto, me voy a comprar una bici para ir a la oficina”. Me pareció una locura, es muy lejos. También me pareció que no me aguantaba más. A los días nos encontramos llegando a casa. Se bajó de la bicicleta a pura sonrisa: “Mañana te la presto”.

Mi querido Logian, que la pandemia fue y será una porquería ya lo sé, lo sabés vos y casi toda la humanidad. Una mierda que no creo que nos haya cambiado para bien. Sin embargo, en estos tiempos encontré un nuevo y hermoso capricho. Capricho, elogio y militancia a la bicicleta que me carga de endorfinas, me muestra  —a pesar de todo— a una Buenos Aires más linda y hace cantar al diablito a pecho ancho.

Muchas gracias a la parte textual de la mafia positiva por cumplirme este capricho cumpleañero. Y un chin chin especial a María Miranda por la celebrada producción.

FOTOS: GENTILEZA DE CADA AUTOR Y AUTORA
IMAGENES: FIDEL OTAÑO EZCURRA Y GLADYS BIALEK