LITERATURA

DURA HASTA LA NÁUSEA, DE CECILIA SLUGA

Este es el sexto capítulo —que se puede leer suelto y entender como relato— de una novela que ya en su título captura el corazón del asunto: una crudeza bestial, tragicómica, depravada. La historia está cargada de infancia y madurez, atravesada por una sensualidad a veces cachonda y otras, peligrosa. Es coqueta y trash. Funciona para leer suelto, y además envicia, se necesita más. Ganó un premio del Fondo Nacional de las Artes en 2015, la publicó Modesto Rimba en 2019 y ahora gritamos desde acá que ya mismo empiecen a leerla.  

ILUSTRACIONES: FIDEL OTAÑO EZCURRA

Con mi mamá nos odiamos todo lo que pudimos hasta que nos dejamos de hablar hace tres años. En mi infancia fue como un espectro, una molestia profunda y existencial. Durante el día estaba siempre en cama con dolores de cabeza fulminantes. Veía tele, no se sacaba el camisón, a lo sumo se ponía un déshabillé de seda encima. Hacia la tarde revivía y a la noche se emperifollaba para salir.

No tengo idea de qué hacía mi mamá con su vida cuando no estaba tirada en la cama hablando por teléfono con las amigas. Algunos vagos recuerdos de escenas en las que está presente, alguna comida familiar, tardes de sol en la pileta, pero de lejos, ni siquiera tan ahí. De trabajar ni hablar, nunca supe de nada productivo relacionado con ella. Me acuerdo de la boutique en la que compraba la ropa, de la peluquería y de sus botas negras de taco bajo que yo usaba para jugar a las novelas.

Cuando yo tenía cinco años, un viernes la mucama de turno se llevó toda su ropa. Mirábamos la tele en el living con Rodrigo cuando llegó mi mamá de la calle en su catsuit fuseaux gris melange con un bordado negro y plateado. Pasó de largo y se metió en el baño. Ni nos registró. Tampoco se sacó los anteojos de sol. Era la primera vez que la veíamos en el día y ni siquiera nos saludó.

Estuvo encerrada bastante tiempo. Salió, se metió en su cuarto y trabó la puerta. Escuchamos los gritos apenas después del clic del picaporte. “¿Dónde están mis cosas?”. Salió enfurecida y preguntó “¿Por qué están todos mis placares vacíos?”. Lloró, gritó con las venas del cuello hinchadas y arrasó con media casa como un tornado. Nunca la había visto así, rabiosa. Quería recuperar sus cosas y además vengarse. No iba a parar hasta no destruir algo. La llamó a Pirucha a la farmacia y le gritó: “¿De dónde sacaste a la negra de mierda esa?”. Le tuve miedo por primera vez.

Mi papá no hace nada por nadie excepto por mi mamá. Por ella es capaz de cualquier cosa. Todos los días le sube el desayuno a la cama. Los domingos, que no hay mucama, se lo hace él. Esta vez nos subió al auto y nos llevaron hasta Corrientes, al pueblo de la chica.

En la ruta el sol entraba de lleno por el parabrisas. Hacía calor y el día parecía durar más. El aire era húmedo, la piel se perlaba y satinaba. Cuando paramos a comer fui a hacer pis y me persiguieron unas iguanas. Corrí para escaparme. El sol me cegaba, era como un flashazo de luz en los ojos. Tenía los cachetes calientes, la línea del pelo transpirada y los insectos se adherían a la piel. El litoral es áureo, reptil, me sentí en Estrellita mía, queriendo atrapar las mariposas blancas en la orilla del río.

Cuando llegamos, encontramos la casa porque se veía parte de la ropa de mi mamá colgada en la soga. No me dejaron bajar del auto. Como no había timbre, mi papá aplaudió. Salió una señora mayor muy humilde, gruesa, canosa, con el pelo recogido. Mi papá preguntó por la chica, no estaba. Explicó la situación. La señora los dejó pasar y juntar las cosas por la casa.

Mi mamá siempre se vistió de noche y toda su ropa era de muy alto perfil. Las lentejuelas y los apliques metálicos son su emblema. Su ajuar es espectacular, pero casi siempre desubicado. Iba en mini y top de pedrería a cualquier parte a las dos de la tarde. Tiene una devoción por los cavados y los escotes, los materiales calados y las transparencias.

Yo, como mi abuela, soy alta, exuberante. No tengo mucha teta, lo que me deja conservar la elegancia. Mi mamá envidia nuestra voluptuosidad porque la suya es sobreactuada. Pirucha tenía cuatro reglas de oro que me repetía a diario.

-Transparencias en los brazos y el escote, no en el abdomen.
-Brillos y resplandecientes, solo de noche.
-Corto a media pierna, jamás por encima.
-Strapless, solo en alta costura.

Cuando mi mamá y mi papá se peleaban, era a muerte. En general me solidarizaba con él porque venía de una familia pobre y me parecía mal que ella se lo refregara por la cara todo el tiempo. A Rodrigo y a mí, en cambio, nos aterrorizaba con amenazas de abandono. Se le inyectaban los ojos y escupía al hablar. Gritaba que se iba ir a la mierda, que le chupaba un huevo todo y que nos podíamos ir bien a cagar.

Cuando se la agarraba con Rodrigo, lo dejaba desahuciado. La única vez en su vida que se sentó a hacer la tarea con mi hermano le dijo “retardado” y “mogólico de mierda”. A mí me llega a decir algo así y me muero, pero también la mato. A Rodrigo, en cambio, cuando lo insulta, se le nota el trauma. A mi hermano lo destruye cada vez que puede. Siempre tuvo una lengua afilada y feroz. Una boca arma de destrucción masiva, de terrorista emocional, llena de comentarios descalificadores. Critica con saña y sus hijos somos sus víctimas predilectas.

A mi hermano también lo sometía con masajes y depilación. Lo hacía tocarla, estarle encima, pegado a su cuerpo. Le decía “Ro, pasame la Epilady”, mientras se recostaba en la cama y se subía el camisón. Se extendía, estiraba las piernas, las abría un poco. Enchufaba el adminículo, que empezaba a vibrar y a zumbar y se lo daba en la mano. Rodrigo era un experto, había aprendido a los cuatro años. A mí a mis diez años me obligó a hacer una dieta que se inventó. No desaprovechó ninguna oportunidad para comentar que ella misma me había diseñado un plan de alimentación porque estaba engordando. “Si engorda ahora después va a ser peor”, explicaba. Le daba órdenes a la mucama de servirme de a media taza de café por comida. A veces mi plato se componía de tres o cuatro ñoquis, sin salsa, pegoteados porque tenía la materia grasa prohibida.

A los dieciséis me di cuenta de que mi mamá leía mi diario íntimo porque un día en el que la puteaba me escribió GORDA. Así monitoreaba todo lo que hacíamos con mi hermano. Aprovechaba para revisarme los cajones cuando no estaba. Ni siquiera borraba las huellas, era explícita y obscena, me sacaba cosas que después usaba.

Apenas cruzo el primer semáforo del lado de provincia me puedo relajar. El caos del conurbano es mi lenguaje. Esa lógica bizarra y premoderna; las calles sin dirección, la numeración irregular, la doble numeración, el respeto arbitrario de los semáforos. Manejar de este lado de la General Paz para mí es primitivo, algo que hice en un útero gigante, un Twingo naranja con techo corredizo. El segundo cordón me dio swing de calle. Manejar por Isidro Casanova un sábado de diciembre a las seis de la tarde, los embotellamientos de autos fantasma, la gente que cruza por impulso, los géiseres en el asfalto. La música, el chancleteo de las ojotas, la gestualidad expansiva. La vida tiene otra cadencia, más dura y sexual.

Julián es un porteño recalcitrante. Yo le parezco pintoresca, ingobernable. En el fondo es que soy de provincia, empobrecida y precaria. No tengo la serenidad y la compostura de la abundancia. Soy plebeya, cazadora. Eso admiraba mi abuelo de mí: que yo no pido las cosas, me las consigo.

Cuando Orlando se estaba muriendo, le hice compañía. Primero en el hospital y después al pie de su cama. Pasamos días enteros en la misma habitación. Lo cuidé, lo acaricié, le sostuve la mano. Estábamos juntos, mirábamos noticieros, le leía el diario. Cada dos o tres horas salía al jardín a fumar. Nunca dejó de tirarse un lance a ver si le daba unas pitadas.

En la clínica, Rodrigo me renovaba el stock de puchos y porro cada par de días, pero nunca se quedaba más de media hora. Lo máximo era a fumar uno. Yo me sentaba en un banco abajo de un árbol y lo prendía. El jardín estaba en el corazón del edificio. Me compraba revistas y las leía al sol al mediodía. El olor a porro era muy cualquiera, pero nadie me decía nada.

Un par de veces mi hermano me dejó pepas. Pasé noches enteras re loca dando vueltas por los pasillos de terapia. Llegó un momento en el que ya no distinguía la lisergia hospitalaria de la del ácido. Con Orlando teníamos diálogos muy locos, cada uno hablaba de cualquier cosa, sin sentido, me reía como una tarada. No entendíamos nada de las noticias. Teníamos el cerebro licuado y flashéabamos cosas.

Cuando mi abuelo dormitaba, yo me sentaba en la sillita al lado y escribía en mi diario. A veces solo registraba las cosas que decía por la morfina: los crucifijos que se le venían encima, la marabunta de hormigas que veía trepar por las paredes. Yo le hacía preguntas específicas, como si las cruces se doblaban o era más un efecto derretido. Me contestaba, se esforzaba hasta lo inhumano por hablar conmigo. Cuando quería que descanse, le leía.

Ahí en la clínica me hice amiga de un flaco. Estaba cuidando a la mamá. La primera vez que hablamos se acercó a pedirme una seca. Se llamaba Leandro. No sé si era lindo. Una noche nos emborrachamos y compartimos un filito que me había quedado. Nos fuimos a la terraza. Nos recostamos directo sobre el revestimiento y charlamos. El flaco era un tarado, hueco, como mi mamá y mi papá. Tomamos una botella de whisky. Hacía un frío de cagarse. Sentía el culo helado contra el cemento húmedo. Me había puesto guantes, pero tiritaba. Al cuarto o quinto trago, largo, desesperado, subió el rubor alcohólico a los cachetes. Hablamos mucho, o hablé, de mi familia. Di detalles puntillosos y escabrosos de mis padres. Cuando me cansé de despotricar y me sentí renovada, el pibe empezó a vomitar. Después lloró, desesperado, haciendo ruidos de chancho y temblor de glotis.

Lo abracé y le di una carilina para limpiarse. Tenía unos chicles también en el kit de supervivencia. Podría haber sacado las hojitas de afeitar y nos hacíamos una fiesta. Yo te corto a vos y vos me cortás a mí. Después nos besamos. No daba para nada, pero coger es consolador. Ni siquiera nos desnudamos. Me bajó los pantalones y me apoyó contra una paredcita que me salvaba del precipicio. Después me dio vuelta, me manoseó el culo así nomás. Fue la primera vez que me cogieron mal. El imbécil además me acabó adentro. “Loco, ¿sos idiota?”, le recriminé. Me pasé el resto de la noche con paranoia de HIV. Por suerte al día siguiente mi abuelo volvió a su casa y al flaco no me lo tuve que cruzar nunca más.

En el semáforo de la rotonda de San Justo un pibito me limpia el vidrio. Agarro el faso del cenicero y le doy una seca. Se lo paso. Le doy diez pesos que estaban ahí. El pibe, además, ve que tengo los puchos en el portavasos y me pide uno. Le doy un par. Del porro me dice “esto es de por acá”. Le contesto “sí, pa, yo también”. Cambia el semáforo. Acelero y me voy. Nunca tuve novio, siempre hermano y amantes porque lo que más me gusta en el mundo es coquetear. Lo primero que hago cuando conozco a alguien es pensar si me lo cogería o no. Con las mujeres también, pero es un trabajo que no me tomo. Solo me importan las personas que me cogería. Eso es lo que a Julián le gusta de mí.

Un sábado a la noche me invitó a comer y le dije que no porque estaba con mi hermano. Fuimos a una fiesta de unos pibes de Cocoliche. Rodrigo y yo teníamos días en los que nos íbamos del mundo. Una tarde en la adolescencia tomamos un termo de San Pedro en mate. Cuando nos pegó, todo era de plastilina derretida. Sacamos las bicicletas del garaje y salimos a andar. Nos caímos, no llegamos ni a la vereda del vecino. Seguimos re locos hasta el otro día a la mañana. Cuando pensamos que ya estábamos más caretas, nos sentamos en unas reposeras en el jardín. Nos pusimos a boludear con el aire comprimido. En un momento, sin querer, disparé y le volé parte de una paleta.

La primera vez que tomé con él tuve ganas de vomitar. Me salió el rica rica rica, dura hasta la náusea que me quedó para siempre. Mi mantra de tomar. El bajón fue infame. Pensé que nunca más me iba a desangustiar. Tomé un par de pastillas del cajón de los remedios, unos Blokiums o algún Klosidol. Cuando subí me pasé a la cama de mi hermano. Un poco se reía, me había avisado que me podía pegar para el orto. Me quería morir. Estaba oscura por mil. La merca me pone áspera y desesperada. Es una combinación letal.

Ese sábado había tomado merca, media pepa, fumé porro, me di unos popperazos y después un mordisquito a una pastilla. La cabeza me hizo búm. No sé cómo llegué a lo de Julián. Desde que salí de la fiesta hasta que me molestó verlo no puedo explicar qué pasó. Llegué exudando un olor químico violento, de laboratorio, como a polvito de antibiótico. Cuando me drogo mucho me hago acordar a la farmacia de mi abuela. Puedo reconocer en el pis todo lo que tomé. Lo evadí. Detesto que me toquen cuando me drogo. No soporto que me hablen ni que invadan mi radio de acción. Me gusta ver gente, pero necesito sentirme sola. Ametrallaría a los que te hablan en la pista y a los que quieren conversar.

Mi abuelo volvió de la clínica a su casa para estar más cómodo. Como cuando era chica, comía todos los días lo mismo que él. Nuestra dieta eran un par de cucharadas de Ensure Plus que tomábamos a la fuerza. Le tenía que trabajar mucho la psicológica para que aceptara comer esa porquería de calorías concentradas. Yo tenía muchas náuseas. Nunca estuve tan flaca. La cabeza me quedaba grande. Mi mamá me felicitó. Mi papá observó que me faltaba hacer abdominales para marcar la panza y ponerme más tetas. Se ofreció a pagarlas porque le había ido bien en unos negocios.

En su habitación, mi abuelo tenía una mesita que yo usaba de escritorio, justo frente a la tele. A la madrugada pasaban Wit en repeat. Lo dejaba de fondo y escribía en mi diario como poseída, en trance. Un día lúcido, mi abuelo me volvió a pedir un cigarrillo. Apenas nos quedamos solos, puse manos a la obra. Esa noche hacía mucho frío y mi abuela dormía en la otra habitación. Lo saqué al balcón de su cuarto envuelto en una manta de lana pinchuda, prendí un Marlboro Light. Le dimos apenas un par de pitadas, echamos un poco de humo por la boca y lo tiré. Nos quedamos mirando la calle, las estrellas, los autos que pasaban esporádicamente por la avenida, escuchamos los motores en el semáforo. Me agaché, lloré en sus rodillas. Me acarició la espalda y me dijo “ñatita” una vez más.

El día del entierro de mi abuelo me hice un Evatest y me dio positivo. Me había ido a dormir pasada de rosca a las ocho de la noche del día anterior. Cuando sonó el despertador a las seis y media de la mañana me desperté enseguida. Hice pis en el palito y después me metí en la ducha. Sonó el teléfono. No llegué a atender, volvió a sonar, era Rodrigo y quería saber si ya estaba lista para pasarme a buscar. Fue una época muy hostil entre nosotros. Él recién había conocido a LaYani.

Estaba saliendo de mi habitación cuando me acordé del test. Entré al baño y mientras guardaba la billetera en la cartera, lo miré de reojo justo antes de tirarlo al tacho de basura. Quise pegar un alarido. Freakeé HIV otra vez. Me quedé unos minutos más sentada en el borde de la bañadera con el stick meado en la mano. Me iban cayendo las fichas: el sueño, las náuseas, el malestar, el rechazo por el cigarrillo. Rodrigo me estaba esperando estacionado en la puerta. Fui todo el viaje callada en el Mégane con el asiento reclinado por el mareo.

No tengo mucho registro de nada en esos dos días siguientes. En ningún momento pensé en el embarazo. Para mí era un resultado positivo en un test. Mi mamá se enteró porque me leía el diario, pero no dijo nada. El número del lugar al que llamé lo consiguió Rodrigo. Fuimos un sábado a la mañana, era en San Isidro, un primer piso en una esquina sobre Maipú. Mi hermano tuvo miedo y no quiso entrar. Me esperó en el bar de la esquina con un tostado y un licuado de banana.

Me revisó un médico viejo, me dijo que estaba de muy pocas semanas, que iba a ser fácil. El consultorio era típico, con camilla, balanza y escritorio. Me desvestí y me pasaron a otro cuarto donde había un estribo de ginecólogo. Apenas me recosté me pusieron un suero con anestesia. La enfermera me había dicho que era una sedación fuerte nada más. Conté hasta dos y perdí el conocimiento. Nada. Lo próximo que sé es que me revolean a una camilla unas minas en ambo blanco. Dicen algo que no me acuerdo. Me traen una taza de caldo con tres galletitas de agua. Lo tomé, comí las Criollitas. Salí lo más rápido que pude. De repente me pareció peligroso, nunca se me había ocurrido. Me dio miedo no saber exactamente qué me habían hecho.

Le pedí a Rodrigo que me llevara a casa. Cuando bajé del auto, me fui a acostar a mi cama. Dormí una siesta de horas, profunda, estaba agotada. Me habían puesto una toallita nocturna y la sentía como un pañal. Me levanté recién a las ocho de la noche a cambiarla por una común. Antes me di una ducha caliente, me vestí y bajé a la cocina. Rodrigo estaba mirando la tele. Comimos algo. Yo volví a la cama y él salió con LaYani.

Me desperté cerca de las dos de la mañana con calambres y un dolor muy parecido al menstrual. Me levanté a tomar un ibuprofeno y le di unas secas a una tuca que estaba en la ventana de la habitación. Me pegó mal, me agarró paranoia. Pensaba que si me dormía no me iba a volver a despertar. Me veía desangrada, muerta. Por ahí no tenía más útero y todavía no sabía, flasheé que me habían roto todo. Fui a despertar a mi mamá. Dormía, así que me acerqué sigilosa hasta poder hablarle al oído. “Ma”, la llamé, “mamá, levantate”. Estaba dormida con profundidad química. La empecé a mover un poco, necesitaba que se despierte. Me estaba empezando a desesperar. La segunda vez que la llamé y no me contestó, me puse a llorar. Me seguía doliendo la panza, pero lo peor era estar sola. Insistí unas veces más, hasta que se dio vuelta y me dijo: “Si vas a tener hijos mogólicos no quiero saber”.

COLOFÓN

En el inicio de la era de los blogs éramos muy poca gente jugando a eso acá en la Argentina y entre esa poca gente había un subfragmento genial de chicas que hoy seguimos filiadas de miles y diversas formas. Con las #Bloxamor ejercimos sororidad y girl power sin marco teórico ni contexto hace ya más de una década. Entre ellas, había una pendeja desaforada que hoy es una mujer fuega: La Loba/Fillie Puttain/Cecilia Sluga, entre otros nombres/nicks.

Muchas veces le dije que escriba algo más además de sus blogs cachondos, divertidos, bestiales. Qué pin que pan, lo hizo. Y tuve la suerte inmensa de que me pidiera leerla. Y pude ver cómo fue formando una novela que tiene todo aquello que siempre me maravilló y mucho más. Sobre esta novela breve y contundente, Fernanda García Lao escribió, en la contratapa:

“Para conocer el espíritu de una época solemos indagar periodísticamente los acontecimientos, leer lo que fue publicado, ver películas. Pero es sabido, se necesita distancia e intimidad, ese oxímoron, para no caer en el fastidio de lo previsible. Cecilia Sluga se viste y nos habla, como una criatura abismada de los años noventa, desde el cuerpo de una veinteañera sacada que se autodestruye con estilo. Escrita en una rabiosa primera persona, con saña verbal, la protagonista recorre su autobiografía para calmar la desesperación. Se acaba de despertar en la cama de su novio después de un trío, de una noche drogona. Noches y cuerpos y rayas y moda y muertos y belleza y más noches y más rayas. Incesto. Esta novela cómica, sexual, viciosa, instala la voz de una niña vieja del conurbano tan enloquecida como inesperada”.

No podría estar más de acuerdo. Personas del mundo, vayan a leerla. Editoriales, corran a publicarla.

Daniela Pasik
Directora editorial de DSE