BITÁCORA

¿Y SABEN LO QUE PASÓ?

Mi culito de rana. Así nos llamaba el profesor de música de la primaria cuando quería decirnos algo que podía ponernos tristes. Mi culito de rana, no vas a hacer de Bambi en la obra de fin de año. Mi culito de rana, hoy vas a tocar el triángulo. Mi culito de rana, vos mové la boca, pero no cantes. De esa manera, en medio de un canon, supe que desafinaba. Que cantaba lo suficientemente mal como para que un maestro de chicos de seis años interrumpiera el coro de voces agudas y me pidiera que solo hiciera la mímica, mi culito de rana. Le prometí que me iba a quedar en silencio.

Quizás para él era lo mismo llamarme mi culito de león o mi culito de tortuga. Para mí no era bueno ser un culito de lo que sea, pero menos aún de rana. Mi papá en esa época criaba ranas, de las de comer y de las de pecera, así que yo sabía perfectamente cómo era ser ese culito en particular. Húmedo. Gelatinoso. Deforme. Feo.

Desde entonces, seguí siendo marioneta de ventrílocuo al “cantar” el himno, el feliz cumpleaños, las cumbias de los dos mil, el aleluya en un bautismo, las canciones en el micro a Bariloche, un karaoke compartido, una arenga repleta de puteadas en la cancha. Compañeros y compañeras de cantos ocasionales, lo confieso: nunca canté. Usé sin permiso sus voces para esconder mi silencio.

Pero hoy algo cambió. Con un libro en mis manos y frente a una nena de seis años de ojos pícaros, dejé de actuar. Encontramos una vieja copia de El mundo del revés, de María Elena Walsh. Abrí una página al azar y empecé a recitar como poema La canción de la vacuna. Al final de la primera estrofa, me escuché preguntar cantando “¿y saben lo que pasó?”. ¿Y saben lo que pasó? Salió solo: un canto primero bajito y tímido, que fue subiendo en volumen y sonrisas con cada estrofa junto al de una nena que cantaba bien fuerte y reía con las erres de doctorrrr.

A veces, para animarse a vencer viejos y batracios monstruos, hace falta estar con alguien más. Hacerlo por alguien más. Es lo mismo que pasa al escribir y compartir, al escribir y publicar. Y es lo que pasa en esta mafia positiva y quienes se suman. Como en este número 7 de DIGAN SUS ELOGIOS, que en literatura estrenamos Ingrid, un relato
—atrapante, triste, divertido— de Federico Falco, y Campos verdes, un cuento interactivo y breve de Pato Moreira. En el capricho, E. Logian armó un idem compuesto por historias de libreras y libreros, con la participación de Damián Cabeza (La Libre), Cecilia Fanti (Céspedes), Jacqueline Golbert (La Sede), Nurit Kasztelan (Mi casa), Hernán Lucas (Aquilea) y Leticia Pogoriles (Un día en Venus). Las reseñas son de La más callada de la clase, la sexta novela de Sergio Aguirre —que se puede y debe leer a cualquier edad— por Martín Gagliano; y del thriller existencial corrido de lugar La otra hija, de Santiago La Rosa, por Darío Sosa. Hay también un golazo, una entrevista repleta de literatura y deporte al defensor de Central Córdoba de Rosario y novel autor Ignacio Bogino, que hizo María Miranda. Todo ilustrado por la chica maravilla Maia Debowicz.

En mi rol de correctora, pero más que nada lectora privilegiada, en una especie de pre avant premier de cada edición, agradezco a cada escritor o escritora que me comparte su forma de mirar al mundo. En ese momento de conexión con alguien más a través de sus palabras, me dan unas ganas locas de aplaudir, de llevarme dos dedos a los labios para producir un chiflido y de cantar a los gritos como una nena que no es ningún culito de rana.

PAMELA ALTIERI,
de la banda Imprescindibles de la mafia positiva
(escritora y nuestra correctora de estilo con ojo avizor)

ILUSTRACIONES: MAIA DEBOWICZ