¡Hola! ¿Cómo va? ¿Qué tal esos primeros contactos con el frío? ¿Ya lavaron los echarpes?

Echarpe, qué palabra extraordinaria. Así le decían en el campo donde vivía la familia de mi vieja a las bufandas, chalinas, pashminas y toda prenda que abrigara el cuello.

El fin de semana pasado saqué del placar mi echarpe negro y viajamos a Villegas a visitar a la familia y amigos, allá en la pampa se siente mucho más el frio que acá en la capital.

Me lo puse ni bien entré al pueblo, venía arrastrando un resfrío vago y no quería que ganara cuerpo y me dejara de cama. Estaba bastante nublado, pero justo cuando atravesaba la calle principal, camino a la casa de mis viejos, un rayo de sol se abrió paso entre las nubes y nos iluminó. Olga ladró, cosa muy rara en ella, y tomé su expresión como un festejo, pero insistió en su ladrido.

De pronto otros ladridos contestaron a modo de saludo: dos perros echados en la entrada del cine – teatro Español nos observaban. Mi atención volvió al frente del volante, pero parte se quedó en ese lugar fundamental en la historia de Manuel Puig, el genial escritor villeguense.

Hacía muy poco, una amiga me contó que la primera vez que Manuel fue al cine tenía 4 años y vio La novia de Frankenstein, de James Whale. Mientras dejaba el edificio atrás volví a pensar en la valentía de Coco, así le decían.

Me gustan las películas de terror, pero nunca fui valiente, menos de niño. Mientras cruzaba el centro del pueblo, me acordé que la última noche que pasé en el campo mi bisabuela me dijo que no había que irse a la cama con la panza llena porque se soñaba feo. Me lo dijo cuando ya estaba acostado y se había cortado la luz. La muy turra sabía que después de la cena me había comido los chocolates de mi hermana, su preferida. No dormí en toda la noche. Tenía 7 años.

Al llegar a la casa de mis viejos, me estaban esperando con asado y vino tinto. Me acosté a dormir la siesta lleno como un chancho y no tuve pesadillas. Soñé con un nene que entraba al cine de la mano de su madre, la cartelera mostraba unos afiches claros salpicados en rojo: iban a ver una de terror. Los dos sonreían.

Me levanté con frío y con ganas de saber más de aquel primer encuentro de Manuel Puig con el cine. Salí de la cama y abrigado con el echarpe me puse a chusmear en la computadora. Parece que Coco no estaba tan contento con la película que habían elegido para su debut, de hecho, estaba tan asustado que solo encontró consuelo cuando su padre lo llevó a la cabina de proyección y desde allí vio toda la película.

Oscurecía en la pampa y mientras el horno de barro cocinaba unas empanadas, continúe con mi lectura Miles de ojos, la última y estupenda novela del boliviano Maximiliano Barrientos. Me encontré con un capítulo – el primero de varios – donde el autor decide quitar del medio al narrador, el texto es puro parlamento (de hecho, ni siquiera utiliza signos de puntuación), y no pude evitar volver a pensar en Puig y en la potencia de las voces de los personajes que construyó.

Luego, mi cabeza, envuelta en el echarpe que poco a poco se iba ahumando, siguió tejiendo redes y me pregunté cuánto tendríamos que agradecerle al terror. Después de aquella primera vez, Coco fue casi diariamente al cine acompañado de su madre, y como dijo en una entrevista para la tv española, tomó al cine, a los musicales y a las comedias, como su propia realidad, para escapar de otra (realidad) que le resultaba demasiado violenta.

Pero siempre con la certeza que a su espalda había un aparato disparando las imágenes: el monstruo no era real.

El resultado de aquellas experiencias fue un joven villeguense que emigró de su pueblo, de su país para perseguir su sueño de trabajar en la industria del cine. Quiso ser director, pero entendió que no tenía el carácter suficiente. Intentaba escribir guiones, pero no le gustaban, sentía que emulaba demasiado a las ficciones de Hollywood. Un amigo le recomendó que escribiera historias que le resultaran más cercanas y así nació La traición de Rita Hayworth, su primera novela.

Hacía mucho tiempo que no me tocaban días tan lindos en mi pueblo. Las noches siempre frías, pero las mañanas y las tardes fueron soleadas y de un celeste inmenso, atrapante. Por eso no me puse triste cuando a la hora de volver cambió el viento y la temperatura bajó. Me resulta más fácil irme así, con un día gris y frío. Salí a la ruta envuelto en el calor y el olor a humo de mi echarpe, escuchando unos boleros en honor a Manuel.

Saludos, el Negro.

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Chin, chin.
E. Logian.