LITERATURA

CUATROS RELATOS BREVES DE CRIATURAS DISPERSAS, DE NATALIA GELÓS

No son mini relatos, pero son breves y están repletos de narrativa. Es crónica y también literatura. Son pequeñas prosas, textos silvestres que traen noticias de lo salvaje desde la observación naturalista, una que mira con ojo tan cercano como extrañado, salpicado de poesía, sorpresa y divulgación. Acá, un random como muestrario del libro, recientemente editado por Leteo, que está dividido en cuatro partes: Tierra, Agua, Aire, Fuego.

ILUSTRACIÓN: SOL RAMOS

TIERRA

Se dice que sus cuellos largos no son para comer las hojas más altas, sino para eso: para el espectáculo que comienza cuando los cuerpos dicen “es hora” y que busca una sola cosa: que el otro desfallezca en su emboscada. Así es la ley ahí afuera; alguien tiene que ganar, alguien tiene que sucumbir.

Ellas, llegado el momento, arrancan con esa coreografía extraña, casi una danza de libélulas interpretada entre jirafas. Sus cuellos primero se enlazan y hasta podría parecer un gesto de amor. Se esmeran por armar una especie de nudo que de pronto se desenreda; entonces toman envión para chocar contra el cuello del otro. Plop. Un golpe seco, parecido al sonido que produce la caída de un tronco. Plop, en medio de la sabana. Las largas patas musculosas se aferran al piso para no desestabilizarse en la boleada, y plop plop, el cuello del contrincante que ataca de nuevo. Un enredo afiebrado en medio de la polvareda. Así pelean las jirafas: como gallos, en total silencio.

AGUA

La madre le enseñó a bailar. El padre le enseñó la pesca submarina (se trata de sumergirse bajo el agua y cazar al pez con un arpón). Vivían en una isla cercana a Madagascar, de modo que el agua formaba parte de los días; quizá por eso la apnea fue fácil para ella: suspender la respiración en lo profundo, moverse como una criatura marina más, un ser extraño, de movimientos que responden a una fuerza desconocida.


Mezcló legados. Progresó. Para 2009 la señalaban como “una de las diez mejores apneistas del mar”. Se sumergía a lo largo de un cable sin tocarlo. Tenía 18 años. Buena alumna, participó en 2005 de un proyecto llamado Ashes and Snow: básicamente, consistía en viajar por el mundo danzando en las profundidades con ballenas, tiburones, tortugas marinas y demás. También se animaba a lanzarse a uno de los abismos más profundos del mundo, en las Bahamas: el agujero azul de Dean. La chica se llama Julie Gautier. Es bailarina, cineasta, pescadora. Su última película se titula Ama y es muda. Sobre ella dijo: “Quería compartir mi mayor dolor en la vida, pero para que no fuera demasiado crudo, lo cubrí con gracia. Y para que no fuera demasiado intenso, lo sumergí en el agua”.


Ahí abajo, donde los bordes se difuminan.

AIRE

Suelen verse por las calles: palomas destrozadas; un amasijo de plumas y sangre en el que a veces puede reconocerse un pico, una pata. De chica miles de veces encontré torcazas muertas. Solo en una ocasión, sin embargo, cacé un pichón; aunque conté muchos caer, entregados al golpe de la piedra que lanza la gomera. Hoy a la mañana, me topé con un pájaro muerto que me impresionó: era un hornero sobre las baldosas de la avenida. La fragilidad debe ser eso, un cuerpo pequeño, de huesos como ramitas secas, que ya no se mueve.

De no haber sido por su rigidez y por la posición invertida, patas al cielo, habría parecido apenas una anomalía, un cuerpo dado vuelta por capricho, magia o quién sabe qué. ¿Cómo había llegado ahí? Miré hacia arriba y no había árboles de los que hubiese podido caer. Me dio pena. Son buenos los horneros. Hacen hogares, luego los abandonan y hacen otros… hay algo de vagabundo pese a lo que pueda creerse de ellos. Miré más: el pájaro estaba a apenas un metro y medio de un enorme local de electricidad que tiene dos pisos cubiertos por un ventanal vidriado. Supuse que el hornero había chocado contra él, confundido con su propio reflejo, convertido en una metáfora anónima, devorado por su vuelo.

Alguien debería escribir una canción sobre eso.

FUEGO


La ruta 251 es una lengua seca: arbustos que no terminan de explotar, chasis oxidados, santos paganos a la vera, alguna llama que se aburre y mueve su quijada con displicencia.

Puro cielo. Una línea hipnótica hacia el propio infierno.

En el auto suena Lou Reed. Una avispa se estrella contra el vidrio y es un manotazo. Sobrevive y se aferra al limpiaparabrisas. El viento escupe con violencia un zarpazo que hace tiritar sus alas como una bolsa de nylon en la ruta, de esas que se abrazan a las púas de los alambrados.

Tiene alas rojizas. El cuerpo robusto, el culo azulado. Las piernas gráciles se mueven para buscar aferrarse a algo. Parece una bailarina bajo el agua a punto de perder algo, quizás un suspiro.

Para salvarse pasa por arriba del cuerpo de otra avispa igual a ella, pero menos fuerte. Igual a ella, pero muerta. Y el viento vuelve a arrojarla a los recovecos del hierro que avanza. Queda el cuerpo en lucha, ajeno al destino del auto. De nuestras vacaciones. De nosotros que miramos para matar el tedio y rompemos su última intimidad.

Al final, se convierte en flor seca, castigada por el sol.