BITÁCORA

EL NINJA NEGRO

Cuando era chico quería ser grande para jugar al fútbol en la primera de Boca, al básquet en los Chicago Bulls o al vóley en la selección argentina. También quise ser locutor y astronauta. Fui cambiando. Lo único que sostuve más tiempo fue el deseo de convertirme en ninja negro.

Después de cenar, practicaba acrobacias de ninja en la casa de mi vecina. Saltaba desde el borde del aljibe altísimo, con los ojos achinados y la concentración aguda  burlándome de la gravedad para acercarme a las estrellas. Cada vez me sostenía más en el aire y caían más lejos los molestos del barrio cuando los alcanzaba con mi patada voladora, ¡iiiá! Necesitaba desesperadamente ser fuerte, imbatible, de movimientos imperceptibles, confundirme con la noche y golpear duro. 

El paso del tiempo me hizo grande y se quedó con todas las características del ninja negro que quería para mí. Encima, el traicionero se camufla fácil entre la gente, es imposible reconocerlo y esquivar sus azotes. Me pega mal.

Miro hacia atrás y un poco arriba: reviso aquellos vuelos cortos. No entiendo cuándo dejé de caer en el patio vecino —con ese pasto cortito, perfecto, como una alfombra húmeda y perfumada— y empecé a aterrizar en el pupitre del colegio con un delantal blanco y aburrido en lugar de la vestimenta oscura de ninja. Me veo frente a la profesora de inglés, mira mi hoja y pide que baje de la luna de Valencia, dice que me apure con el examen que se pasa la hora.

“Qué rápido pasa el tiempo”, pienso, como si tuviera mil años.

En 2020, a los 35, después de una seguidilla de golpes en una disputa despareja contra el ninja, encontré cierto alivio, por más estúpido y egoísta que parezca. Por momentos, me hice lo suficientemente el boludo como para aprovechar el tiempo libre que no tenía desde que era pendejo. Escribí y leí un montón. También escuché mucho la radio.

Una mañana, en Nacional Rock, el filósofo de apellido imposible dijo que no festejaba su cumpleaños porque era la confirmación de que estaba más cerca de la muerte. Me causó gracia. Después, apagué la radio mientras mi sonrisa se derretía, agarré el libro que estaba en curso, Todos nosotros, de Kike Ferrari, y leí: “Cómo nos vamos a dejar aplastar por algo tan banal como el tiempo”. Lo decía el gordo Felipe, convencido de que la máquina para viajar al pasado que estaba construyendo funcionaría.

Cuando fantaseaba con ser ninja negro nunca se me había ocurrido pensar en una máquina del tiempo. Ahora, si lo imagino, no se me ocurre a dónde iría. Demasiadas opciones. Un destino posible podría ser a mi trabajo como cajero en la cabina de peaje, para advertirme que no haga horas extras, que no deje que los días se consuman al ritmo y al gusto agridulce del laburo. Al volver de esa advertencia podría ver si dejo de quedar tan mano a mano con el ninja negro que me hace correr para cumplir con todas las obligaciones.

Vuelvo pedaleando a casa pensando que otra vez se me hizo tarde para escribir y por más rápido que lo haga nunca tardo menos de una hora en llegar. En Aire, luz, tiempo y espacio, Bukowski dice:

“No, nene, si vas a crear
vas a crear trabajando
16 horas por día en una mina de carbón
o
vas a crear en una piecita con tres chicos
mientras estás
desocupado,
vas a crear aunque te falte parte de tu mente y de tu cuerpo, vas a crear ciego, mutilado, loco”.


Me parece hermoso el poema, y cuando lo leí por primera vez estuve muy de acuerdo. Ya no tanto.

Me metí en la literatura de grande. Tuve un pequeño romance cuando estuve en el Club de narradores en séptimo grado, pero no prosperó. Me distraje demasiado con una chica. Era linda, graciosa y tenía una voz brillante que hipnotizaba al público joven —de primero o segundo— y a mí también.

Para escribir necesito (leer) tiempo y que todo esté —como dicen los El mató— “más o menos bien”. Por ejemplo, aún no leí ninguna novela de Shirley Jackson, me faltan unas cuantas de Vonnegut, mil de Stephen King, 2666 de Bolaño, casi todo Borges, etcétera, etcétera, ¡etcétera! El tiempo es un ninja negro que cuando pasa me pega y grita “es tarde”.

Además, ahora resulta que necesito dormir como mínimo siete horas, hace un par de años con cuatro funcionaba perfecto. El ninja hace cuentas y por más tensión que encuentre en lo que estoy leyendo, de un golpe seco —casi imperceptible— activa el mecanismo que cierra mis ojos, abre mi boca y me pone a roncar. 

En mi último cumpleaños, después de comer como cerdos, brindar, soplar las velitas y coso, Vicky y Agustina se empezaron a desdibujar, hablaban no sé de qué serie con un tono cada vez más grave y lejano. Estábamos en el patio de casa y, por más que el verano se acercaba, la noche enfriaba mis orejas. Fuerzas desconocidas me subieron el cierre de la campera, me pusieron la capucha, descruzaron mis piernas y las estiraron suavemente hacia abajo. En un esfuerzo abrí los ojos haciendo un paneo de situación, las chicas seguían charlando y Nahuel me sonreía al mismo tiempo que se desarmaba en el asiento y se quedaba dormido. Encontré acompañamiento. Me despertó al rato la voz hermosa de mi hija preguntando si podía comer más torta. Brindamos, seguimos. 

Ahora cumple un año DIGAN SUS ELOGIOS. No creo que E. Logian se duerma en la silla, es un ninja negro nocturno que trae en su edición aniversario mucha patada voladora. En Literatura sale knock out con Ángel de la guarda, un cuento poco visto de Mariana Enriquez que junta al diablo, un parricidio y mucha seriedad salpicada de morboso humor negro; y un capítulo de Dura hasta la náusea, de Cecilia Sluga, una novela cómica, sexual, viciosa. Al Capricho lo armó el núcleo duro de la mafia positiva escribiente, o sea, Daniela Pasik, María Miranda, Mariana Armelin, Martín Gagliano, Flora Otaño Ezcurra y Darío Sosa, y son seis reflexiones de sinceridad algo sombría, pero también con empeño optimista, sobre costumbres adquiridas en la nueva normalidad. Las Reseñas son de una novela muy lírica y un poemario muy narrativo: Castillos, de Santiago Craig, y Decálogo para un casamiento, de María Paula Zacharías. Para cerrar a puro golpe, una Entrevista al poeta, traductor y arengador del lenguaje Ezequiel Zaidenwerg, que en realidad es una charla repleta de inspiraciones. Todo ilustrado con desenfreno lúdico por Fidel Otaño Ezcurra, nuestro estilista de imagen del proyecto.

Está bueno cumplir años. Me gusta. Le peleo al filósofo de apellido imposible, no tiene razón. Pongo en suspenso al ninja negro. Cambiamos de pilchas por un rato que estiro hasta recibir el último saludo, el deseo compartido de un reencuentro, la promesa de abrazos, asados y chinchines. Disfruto los festejos por más íntimos que sean, la confianza para meter una siestita, una porción más de torta y otro brindis. Una celebración, como una tregua, por lo hecho y por lo que vendrá. Chin chin.

DARÍO SOSA
CONSEJO EDITORIAL

ILUSTRACIONES: FIDEL OTAÑO EZCURRA