BITÁCORA

HABITAR LAS PESADILLAS

“Te vas de acá», le grité a la figura alargada y sombría que me desafiaba en un sueño con potencial de pesadilla. Tanteé el reloj, eran las cuatro de la mañana. Todavía me quedaban horas para dormir, pero me pareció más seguro estar despierta. Es un mecanismo de defensa que desarrollé de chica: mantenerme en alerta, como un gato. Las pesadillas en la adultez son más tenebrosas que en la infancia. O quizás hoy lo veo así porque a la distancia los recuerdos se apaciguan y puedo observar el pasado con nostalgia. Ahora, soñar cosas feas me resulta injusto, porque cuando me despierto la realidad no es menos tétrica

La pesadilla potencial de recién me incomodó. No había un monstruo persiguiéndome para matarme ni me caía hacia una inmensidad sin fin. Sentí miedo, me despertó el miedo. Culpo al departamento. Tengo la sospecha de que está embrujado. No solo mi casa, sino todo el edificio. Queda a una cuadra del cementerio. Además, desde que me mudé pierdo misteriosamente diversos objetos todo el tiempo. Al principio eran solo chucherías, pero ayer desapareció un cuadro. Lo había colgado en una pared de mi cuarto y ya no está.

A la mañana estaba ahí. En un momento de la tarde dejó de estar. Revisé cada centímetro de mi departamento estrecho. Busqué por todo el cuarto, incluso me fijé en el placard, moví el sillón del living, y revisé hasta detrás de la heladera ¿Para qué querría un espíritu mi cuadro? El instinto me decía que saliera corriendo, pero no me puedo mudar. Pensé que, si mi casa estaba embrujada, al menos podía conseguir una especie de tregua. Decidí armar una estrategia. Un plan.

Empecé por lo tradicional. Prendí sahumerios y cuanto yuyo tenía a mano. Después puse un mantra, no entendí lo que decía, pero la descripción de YouTube afirmaba que era para “limpiar las malas energías y abrir caminos”. Los veinte metros cuadrados de mi departamento se llenaron de humo y ritmos, parecía una santería de Once. Pero el cuadro no apareció.

Fui un poco más a fondo y le pedí consejos a mis amigas más místicas. Hubo consenso en que el vinagre limpia energías. Mi casa pasó a ser una ensalada. También tiré sal gruesa, encendí velas y le hablé a quien estuviera presente para suplicarle que se fuera. Ahí me di cuenta de que se me había agotado todo rastro de racionalidad.

Mi casa se convirtió en una trampa. No sabía cómo reaccionar. Justo escribió un chico con el que me veo cada tanto para hacer algo. Propuso venir a tomar un vino. Acepté con más entusiasmo del habitual. Si había alguien más, el departamento iba a ser menos aterrador. Tal vez pudiera poner distancia del cuadro, apaciguar el recuerdo y hasta recuperar cierta racionalidad.

Le pedí que llegara tipo diez de la noche, y que comprara el vino. Eso me daba un par de horas para acomodar el desorden habitual, más el desmadre de velas consumidas, colillas de sahumerios y rastros de sal, incluso ventilar el olor a vinagre. Estaba en eso cuando noté que mi gato no dejaba de mirar fijamente ciertos puntos de la casa. Se me anudó el estómago.

No llegué a ponerme a llorar porque sonó el timbre. El vino se acabó rápido y yo también. El chico se fue temprano y no logré exorcizar nada. Ahora, en alerta, entro a DIGAN SUS ELOGIOS para dejar todo terror atrás y sumergirme en los textos que arman esta quinta entrega. Viene con un mix inquietante, pero que también me calma. En Literatura hay un poema trágico y bestial de Virginia Cosin y un relato de Rodrigo Delgado, autor que presentamos con una historia existencial de desencuentros. Leo Oyola, Eugenia Zicavo, Horacio Fiebelkorn, Sonia Budassi, Mario Varela y Nicolás Schuff comparten textos sobre la música de sus momentos de escritura en un Capricho DJ. Hay dos reseñas de importación: Tundra, de  la británica Abi Andrews, en la que María Paz Tibiletti piensa esta novela que transita lo ambiental y el género, y Panza de burro, de la española Andrea Abreu, donde Mariana Armelin analiza esta historia de infancias en riesgo. Cerramos con una entrevista a Pablo La Padula, biólogo y artista visual que cruza el pensamiento científico con el plástico, que hizo Natalia Gelós. Todo ilustrado con crudeza por el alucinado(ante) Jorge Fantoni.

Ya despunta la luz del día y puedo levantarme. Decido limpiar otra vez, ahora en profundidad. Agarro escoba, trapeador, secador, balde y arranco. Barro con fuerza, corro la mesa, las sillas. A medida que avanzo se agiganta la bola de mugre. Encuentro corchos, juguetes felinos, llaves extraviadas, una foto y varias de mis hebillas desaparecidas en un espacio debajo del somier. Claramente, el gato escondía cosas. Las chucherías. Muevo la cama con enojo y, cuando meto la escoba debajo, siento que el cepillo choca contra algo. La corro del todo y ahí está el bendito cuadro.

Un pequeño grito ahogado sale de mi boca. Me río y también me angustio. Voy a colgar el cuadro y esta noche, a la hora de dormir, no voy a estar en alerta, pero igual seguro quedará prendida la luz del velador.

MARÍA MIRANDA
JEFA DE REDACCIÓN

ILUSTRACIONES: JORGE FANTONI