LITERATURA

LA ESPERA, UN RELATO DE PAMELA ALTIERI

Qué puede cuidar un bañero si no hay mar, cómo es ser dupla de alguien que ya no está. Si Boris Vian fuera una argentina a la que le gustan Copi, la poesía y la literatura juvenil, tal vez podría ser similar a esta autora intrincada pero fácil de leer, extraña y profunda, graciosamente trágica.

ILUSTRACIONES: CHAN TEJEDOR

Sube a la casilla. Apoya su heladerita y deja la mochila. Recién entonces extiende un toallón sobre la silla y se sienta. Está solo. Le falta pelo en la cabeza, pero le sobra en otras partes visibles del cuerpo. Tiene la piel marrón, cuajada. Mientras inhala y exhala lentamente, mira hacia el hasta entonces mar. Y espera.

Cuando el reloj, sumergible, le marca que ya pasó media hora, se levanta, estira los brazos y acomoda la soga carcomida que sostiene un silbato sobre su pecho. Baja por la rampa. Un perro enarenado se le acerca y comienza a sacudirse. Lo enarena. No lo reta. Lo acaricia. Vuelve a subir.

En los siguientes minutos, la playa se va poblando. Le gusta no ser el único que espera. “Hoy vino menos gente”, se dice mientras observa cómo esos pocos se sientan detrás de una línea imaginaria. Piensa que entre reposera y reposera podrían entrar tres veces él y su heladerita. Si estuviera con alguien, con ella, no sería tan así. Podría entrar una vez y media. Eso complicaría las cosas. Las cosas le resultan más simples ahora.

Tiene calor. Le cae una gota de cada sien, resbalan a destiempo hasta la quijada, toman la curva y prosiguen por el cuello, esquivando el silbato. No las toca, las deja ser. Es eso o meterse en el mar, una alternativa imposible.

El mar se fue.

Nadie sabe si va a volver.

Él no lo vio. Ese día, falta grave en su profesión, estaba de espaldas. Pero todos los demás lo vieron. O casi todos: los que estaban mirando al mar. De frente. Ella lo vio. Afirmaron que, tras una ola, el mar se replegó, como siempre, y dejó descubiertas las piedritas, los caracoles y los plásticos del fondo. Pero no volvió. Empezó a irse hacia el horizonte y continuó yéndose. Los rumores en la hasta entonces orilla crecían en volumen, voces y teorías. Él se dio vuelta con la intención de entender el origen del desorden. Tardó en notar que la playa era ahora eterna.

Decidió seguir desde su silla la evolución de los hechos. Ella, su compañera de tantos años, dijo: “Chau, me voy”. La escuchó, pero no la miró. Sacó una gaseosa de la heladerita, dio un sorbo y observó el caos. Las personas gritaban, corrían, se contaban lo visto unas a otras, hablaban por teléfono. Algunas lloraban. Él no hizo nada de eso. Comenzó a esperar. El mar iba a volver. Y con él, ella.

No volvió.

Ni ese día ni los siguientes.

Durante meses, la playa recibió investigadores de todos lados. Oceanógrafos, meteorólogos y hasta astronautas estudiaban el caso. Ninguna causa probable era confirmada, aunque sí rechazada.

El mar no está. En su lugar hay arena. Y piedras y caracoles y plásticos. Los peces se fueron con el mar. Los pescadores deambulan por el pueblo. Los barcos quedaron encallados donde estaban. Los submarinos no merecen su nombre. Las banderas de la playa perdieron su significado. La brisa marina es ahora desértica. Ya nadie hace castillos de arena.

Él solo espera.