RESEÑA

NO ES UN RÍO, DE SELVA ALMADA: VIOLENCIA Y ROMANCE CON EL PARANÁ

En la última novela de la autora entrerriana, tres hombres tirotean a una raya desde un bote y eso desencadena el movimiento, como una corriente, de historias presentes y pasadas. Litoral, amor, muerte, territorio y un cierre a la trilogía –que comienza con El viento que arrasa (2012) y sigue en Ladrilleros (2013)– en la que indaga el universo masculino.

POR: DARÍO SOSA

¿Qué hace un borracho parado en un bote con un arma en la mano? Pesca. El hombre se llama Enero Rey y no está solo: al lado tiene a Tilo, hijo adolescente de Eusebio, su amigo muerto, y fuera del bote, en el agua, se encuentra el Negro. Con esa escena desconcertante y cargada de tensión comienza No es un río (Random House), la última novela de Selva Almada, con la que completa su “trilogía de varones”, iniciada con El viento que arrasa (2012) y seguida por Ladrilleros (2013), publicadas por Mardulce. 

La historia principal es la de este grupo de hombres que va a pasar un fin de semana de pesca, asado y vino a una isla, y se inunda, como un delta, por otras tramas. El pasado de cada uno de ellos, su relación con Eusebio, que ya no está. La isla evoca la figura del amigo/padre ausente, que murió en ese lugar hace quince años y ahora merodea como un fantasma las cabezas calientes y alcoholizadas de los visitantes.

También es una novela sobre una isla. Con realismo crudo, y anclada en la palabra de la región, habla de ella, de todo lo que la constituye: el agua, la tierra, los animales. Ese territorio y sus sonidos ocupan las hojas como monte, pero principalmente como río, con sus distintas formas y cadencias. Las líneas corren ligeras y angostas en los diálogos o acompañando a los personajes en momentos de soledad, como cuando Enero decide meterse al agua para despabilarse:

“Nada.
Zambulle.
Flota.”

Hay violencia, venganza y muertes jóvenes en las historias que cuenta Almada, pero también hay cariño en las masculinidades que construye, aun en las más hoscas. Basta ver el trato casi paternal que tienen Enero y el Negro con el adolescente. “Mientras cruzaban a la isla en el bote flamante se acordaron como siempre de la primera vez que lo trajeron a Tilo, chiquito era, apenas caminaba el gurisito”, escribe la autora y cuela, también, la voz del litoral. O cómo Aguirre –líder de un grupo de isleños que enfrenta a los visitantes– se relaciona con las mujeres de su familia, a quienes protege y consiente. Igual que hace con el río, al que cuida tanto porque “ha pasado más tiempo con él que con nadie”. Esos rasgos también están en Ladrilleros, donde el amor aparece, justamente, entre dos varones: Pajarito y el hermano de Marciano, su enemigo. 

Pero el romance más importante en este libro es el de la voz narrativa con el Paraná. Las descripciones están cargadas de información y, sin embargo, se vuelven ligeras porque llegan repletas de movimiento, sonidos, olores. Párrafos enteros podrían utilizarse como material de estudio en las escuelas: aprenda flora y fauna (poesía y narrativa) con Selva Almada. Si bien queda claro que al nombrar al caraguatá, o al aguaribay, se refiere a una planta o un árbol, una segunda lectura con google, o una enciclopedia, a mano, puede ser una experiencia más que enriquecedora (por cierto, es impresionante el rojo del caraguatá).

El escenario está tan bien construido que por momentos la autora se permite soltarlo, sin perder su presencia. Hay una escena de un baile entre Enero, el Negro y Tilo en la que no se nombran el río ni la costa o el monte, y sin embargo están ahí. “Las pelvis se arriman, se acomodan al vaivén del otro. Adelante atrás. Ahora los cuerpos pegados empujan el aire”. El detalle y la minuciosidad pasa del ambiente a los movimientos de los cuerpos felices, que llevan a quien lee a sonreír y después a mover la cabeza al compás de la cumbia que los anima.  

El lenguaje de la novela es crudo porque la narración está pegada a la subjetividad de los personajes. Las historias son duras y se reparten entre el pasado y el presente, la vida y la muerte, la isla y el continente, sin cortes. El libro no está dividido en capítulos y, aunque son 144 páginas, no los necesita; la autora maneja magistralmente los cambios en los tiempos sin perder tensiones.

Almada varía en los ritmos y en los modos de narrar, y hasta dónde elige contar. Hay escenas en las que el morbo mal alimentado espera un dato más, en las que la autora decide que ya es suficiente y pone punto aparte. En esos momentos, la novela –como el monte– respira y manda a quien lee a pensar y masticar el asunto. Es como si dijera “esto es demasiado terrible como para ahondar en detalles, no hace falta más”. En una sola imagen, los ojos de un muerto “abiertos buscando la claridad”, invita a una reflexión, tarde o temprano. En el instante previo a morir, ¿se ve algo? Y ese algo, ¿es bueno o malo?  Así como en El viento que arrasa, Leni, la hija del reverendo, amenaza con romper todas las historias, en No es un río también hay personajes femeninos muy potentes. Especialmente, un grupo conformado por una madre y sus hijas, cuya aparición es tan impactante como la mirada de aquel muerto. Son tres… quizás sea el número de la suerte de la autora. Quizás sea una señal de lo que vendrá. O quizás sea la ansiedad, las ganas, de asegurar tres novelas más de Selva Almada, ahora en una “trilogía de mujeres”.

No es un río (Random House, 2020), de Selva Almada.
Se consigue en físico y en digital.


ILUSTRACIONES: CHAN TEJEDOR
FOTO: VICKY CUOMO