CAPRICHO

SOBRE GUSTOS AHORA SÍ HAY ALGO ESCRITO

Cuando un libro entusiasma, al recomendarlo se suele decir “me lo devoré”. Para crear un texto es necesario tener hambre, saborear ideas y palabras hasta quedar pipones. Cocinar y escribir, leer y comer pueden ser experiencias similares. El placer, la memoria, vaciarse y llenarse, todo se amalgama. Seis autoras y autores en la mesa, con sus odas personales a las delicias que nutren sus cuerpos y espíritus.

POR: E. LOGIAN/ ILUSTRACIONES: CJ CAMBA

Un texto es capaz de evocar el disfrute de un postre o la saciedad de un plato casero, familiar. Comer es un acto solitario, pero se vuelve feliz al compartirse. Igual que el acto de escribir. La mesa, como espacio físico, puede ser epicentro de proyectos, amores, batallas. Del mismo modo que una biblioteca bien nutrida. Se han construido y derrocado imperios al ras de un mantel del mismo modo en el que un libro es capaz de cambiar vidas

Un texto es capaz de evocar el disfrute de un postre o la saciedad de un plato casero, familiar. Comer es un acto solitario, pero se vuelve feliz al compartirse. Igual que el acto de escribir. La mesa, como espacio físico, puede ser epicentro de proyectos, amores, batallas. Del mismo modo que una biblioteca bien nutrida. Se han construido y derrocado imperios al ras de un mantel del mismo modo en el que un libro es capaz de cambiar vidas

Agustina Bazterrica —que volvió veggies al menos un rato a quienes hayan leído su Cadáver exquisito— hace un top 3. Nicolás Teté es director, productor y guionista de cine —también escribió los relatos de Nada nos puede pasar— y jura que podría pelearse por comida. Alejandra Zina, deliciosa autora de todo género y con la suculencia que le da ser una de las organizadoras del mítico ciclo Carne Argentina, evoca un pasado familiar con su padre en la cocina. Juanjo Conti desarrolló el software de maquetación Automágica, con el que publicó una novela y tres libros de relatos; ahora hace la ingeniería del recuerdo de un viaje usando el sistema de la galletita de Saer, que es la magdalena de Proust y que, en su caso, es el sándwich de milanesa. Como buena editora de El gato y la caja, Julieta Habif demuestra científicamente cómo una ensalada de frutas puede ser una sinfonía. Finalmente, el poeta y narrador Martín Villagarcía —igual que el protagonista viajero de su Nunca nunca nunca quisiera volver a casa— agasaja y seduce, pero en su caso, con pastas.

Así que, comensales lectores, a desplegar las servilletas, que esta mesa está servida.


CEREBRO DE ALIEN, SUSHI DECONSTRUIDO Y CAFÉ 

POR: AGUSTINA BAZTERRICA

Empecemos por este dato fundamental: amo comer y la persona que contribuyó para que esto ocurriera es mi hermano Gonzalo, que es chef y me enseñó a disfrutar de la buena comida. Gracias a él, por ejemplo, conocí a un gran amor gastronómico: el kimchi. Es un fermento coreano, muy saludable, riquísimo, pero que estéticamente parece el cerebro de un alien, algo que está vivo y que podría comerte (y está vivo, porque tiene bacterias, pero de las buenas).

Hay otro plato que me fascina, que hago desde hace poco. Me gusta mucho el sushi veggie, entonces me armé un sushi deconstruido. Preparo arroz de sushi, palta, mango o papaya, rabanito, zanahoria, queso crema (también queso vegetal), salsa de soja y placer.

Y, por último, porque no puedo traicionar a mi otra gran pasión: el café. Mi ritual es el horror de los baristas mundiales, pero no me importa. Todos los días muelo granos de café de distintas partes del mundo (hasta acá me aceptan en la Asociación de Baristas), pero después caliento leche de almendras en el espumador, agrego canela (horror, horror) y ahí me pierdo en el vicio de la droga diaria. Amén.

COMIDA, TE QUIERO MUCHO


POR: NICOLÁS TETÉ

Hace unos días volvía a mi casa cargado con bolsas. Había ido a comprar los ingredientes para hacer un curry, aprovechando que mi novio estaba en una clase y quería sorprenderlo cuando llegara. En ese momento tuve una revelación: esto es algo que disfruto. Cocinar, pensar un plato, buscar la receta, decidir qué paso sigo y cuál no porque no me gustan las instrucciones. Me encanta cocinar. Para uno, para dos, para más. Me gusta compartir ese momento. Creo que cocinando medito. Me hace bien y feliz.

Pienso mucho en mi comida favorita. Pienso mucho en comida. Me cambia el humor, me motiva, me puedo pelear por comida. Es central en mi vida. Tengo muchas anécdotas relacionadas con la comida. También siempre puedo pensar comidas en relación con momentos de mi vida.

En la casa de mi abuela Ester siempre se almorzó tarde. Los domingos al mediodía entrábamos corriendo, por más que tuviéramos mínimo dos horas de espera para comer. Yo agarraba el diario y me ponía a leer el suplemento de espectáculos. Mis hermanos corrían por toda la casa. Mi abuela amasaba los fideos. Cuando llegaba el momento de usar la pastalinda, ahí los tres hacíamos cola, todos queríamos girar la manivela. Mi abuela nos mandaba a lavarnos las manos. Ella, antes de cocinar, limpia todo con vinagre o alcohol. Su cocina está impecable. Cada vez que cocino con la mesada sucia pienso en que mi abuela me mataría. En general, el menú de los domingos era fideos caseros con estofado. Yo los pedía con crema porque hasta la adolescencia fui de esos que le tenían asco a la mitad de las comidas. En mi caso: salsa de tomate, lentejas, mayonesa.

Cada vez que como pasta casera pienso en mi abuela. La nuez moscada también me hace pensar en ella. La crema pastelera me hace llamarla por teléfono. Cuando hablamos, compartimos recetas o por lo menos nos decimos qué cosas ricas estuvimos comiendo. Hace unos años vino a quedarse a mi casa unos días. Una noche, no queríamos ir al supermercado y a ella no le gusta mucho pedir comida. Abrió la heladera y se puso a cocinar algo con lo que había. Agarró huevos, tomates, cebolla y pimientos. Estuvo un rato y de repente puso en la mesa un plato de shakshuka. Cenamos. Estaba riquísimo. Intenté hacer ese plato un par de veces, pero nunca me salió ni cerca de su sabor.

CON MI HERMANA Y MI PAPÁ EN MAR DEL PLATA, EN LA ÉPOCA DEL SOUFFLÉ


POR: ALEJANDRA ZINA

Era alto y esponjoso como su nombre francés. Arriba, un amarillo intenso, irregular, en algunas partes el huevo tostado formaba costras y cráteres, pero al cortarlo el amarillo se volvía casi blanco y los granos de maíz se desparramaban como pepitas de oro. Escondidas en el interior, como la sal de la vida, se podía ver las láminas minúsculas de jamón cocido.

El soufflé se deshacía en la boca y todo se mezclaba suave, dulce y mítico contra el paladar. Es la única comida que le vi cocinar a mi papá. Hasta mis nueve años, todos los recuerdos con él transcurren el fin de semana, cuando no iba a la oficina o cuando volvía de sus viajes de trabajo. De pronto algún mediodía del sábado o domingo, lo veíamos acomodar los ingredientes sobre la mesada, batir por separado las yemas de las claras, abrir las latas de choclo, revolver, poner a calentar el horno, verter la mezcla en la asadera desmontable y finalmente llevar a la mesa la obra terminada, con el orgullo y la pomposidad de los que cocinan cada muerte de obispo.

UNA LÍNEA VERDE ENTRE DOS FRANJAS AMARILLAS


POR: JUANJO CONTI

Puede sorprender por lo sencillo y específico, pero en la actualidad no hay comida que me genere mayor felicidad que un sándwich de milanesa de pollo con lechuga y mayonesa en pan blanco tostado. ¿Por qué? Paso a explicar cómo fue que su sabor, textura, olor, colores y hasta el sonido que hace cuando lo mordés quedaron hardcodeados en mi cerebro.

En el año 2018 viajamos de Viena a Budapest. El plan original era ir en tren, pero finalmente elegimos como medio de transporte el autobús porque era más barato. Por supuesto, los euros ahorrados fueron pagados con incomodidad, retraso y hambre. Cuando llegamos a la capital húngara, ya hacía varias horas que era de noche y lo único que encontramos abierto fue un Burger King a media cuadra de la basílica de San Esteban. Comimos Chicken Burger sentados en su gran escalinata de piedra y el sabor en la boca de esa combinación de ingredientes reconocibles me transportó de inmediato a mi país, destino más que apropiado para alguien a quien viajar le produce una leve ansiedad. Fue como la galletita de Saer, que es la magdalena de Proust, o el ratatouille para Anton Ego, el crítico de comida más duro de París. Solo que, en lugar de viajar en el tiempo, viajé en el espacio.

Cuando hoy como ese sándwich, que por lo general preparo yo en lugar de ser servido por una cadena de comida rápida, el viaje tiene la esencia de un doble salto mortal: del presente al momento exacto de esas vacaciones y de estar sentado bajo el cielo nocturno y sobre piedra al más reconfortante de los estados mentales. El cerebro, se sabe, es una computadora muy poderosa.



MI ENSALADA DE FRUTAS


POR: JULIETA HABIF

A unos cuarenta pasos de mi casa hay una verdulería atendida por un matrimonio boliviano. Él es Jehovanny y ella es Domi. El local tiene el tamaño de un baño grande, digamos apasillado, y detrás de la caja (a la que nunca llegué, porque se pide y se paga reja mediante) hay una cortina hacia un espacio cuya dimensión desconozco, pero es donde Domi corta, entre otras cosas, las frutas de mi ensalada favorita.

Hay algunas que están siempre: durazno, pera, uvas, papaya, por ejemplo; hay otras de estación, como melón o sandía o frutilla y cada tanto hay extrañezas, arándanos, pitaya, damasco. Cómo explicarlo, cada ensalada es una versión única y maravillosa. Pensá en tu canción favorita y pensá en un piano en medio de una peatonal de microcentro y pensá en un gran artista, Charly o Fito o Argerich, sentándose a tocarla un minuto. Ese momento, que por más que vuelva a suceder no se repetirá jamás, es para mí cada ensalada que compro, semana a semana, a cuarenta pasos de mi casa. Domi logra algo que a esta altura del mundo parece imposible: con lo mismo, me sorprende.

En unos días me mudo a más de seis kilómetros de la verdulería. Les dije que planeo pasar los sábados a la mañana, después de desayunar, a buscar un pote o dos. Pero no sé si lo voy a hacer. No sé si prometo desde el apego. No sé si todo esto es, en realidad, un poco de nostalgia precoz.

FIDEOS FAMILIARES, PASTAS SEXYS


POR: MARTÍN VILLAGARCÍA

No me considero una persona particularmente sencilla, pero mis gustos por la comida son simples. Desde chico siempre me gustó la pasta, la que amasaba mi bisabuela los domingos, colgada de los barrotes en la cocina mientras hervía en una olla la salsa de tomate. Después fue mi abuela quien se ocupó de continuar el legado, primero con el palote tradicional, y desde fines de los 90 con una pastalinda. Mi mamá nunca cocinó, siempre había demasiada gente en la cocina de mi casa, y para cuando ya no quedaba con vida ninguna de ellas, me tocó a mí heredar este blanco hábito, que pongo en práctica en ocasiones especiales para agasajar a mis amigos o seducir a mis amantes. Sin embargo, tengo que confesar que cuando estoy solo o en compañía de alguien muy íntimo, por sobre el extático sabor de la pasta amasada con las propias manos, por encima de cualquier salsa casera o pesto de albahaca o morrón, lo que más gozo es un plato de fideos de paquete con manteca. Un generoso trozo de manteca que, al contacto con la pasta al dente recién colada, pasa de estado sólido a líquido envolviendo cada tallarín con su febril abrazo. Por último, y a modo de corona, para este plato que gobierna mi paladar, no puede faltar una abundante lluvia, no, una tormenta, no, un chaparrón de queso rallado. Y cuando ya está todo dispuesto en su lugar, enroscar en el tenedor un abundante ovillo de fideos. Y adentro.

MUCHAS GRACIAS A LAS AUTORAS Y AUTORES QUE COMPARTIERON ESTAS TRASTIENDAS NUTRICIAS, CON SUS FOTOS. Y CHIN CHIN PARA MARTÍN GAGLIANO POR LA PRODUCCIÓN.