LITERATURA

UN CAPÍTULO MÁS, UN RELATO DE RODRIGO DELGADO

Una esquirla del pasado que estalla en el presente. Desde la pubertad y el descubrimiento del amor o del mundo hasta la realidad adulta un poco hilvanada que necesita desacomodarse. Un encuentro fortuito que llega justo para presentar a un autor de mirada inteligente y pluma bestial.

ILUSTRACIONES: JORGE FANTONI

Esta tarde vi a la Guti en el Disco. Yo estaba haciendo la cola para pagar las cosas necesarias para un fin de semana largo en la playa. Ella atendía la caja tres, la reconocí desde la fila. Hace quince años me enamoré de ella. Fue la primera persona de la que me enamoré. Teníamos trece años.

La Guti trabajaba en el local de fichines al que íbamos con los pibes. Empezamos a hablar porque me silbó un fiu fiu mientras yo estaba en el juego de baile. Se peinaba el pelo lacio y castaño con raya al medio. Y tenía los ojos celestes, delineados apenas para enmarcar una mirada sabia. Después del chiflido le fui a hablar. Ella se rio entre dientes y me dijo que no colguemos tanto porque la iban a cagar a pedos. Al día siguiente se me acercó mientras jugaba al Wonder Boy. Vi su remera roja con el logo de Centerplay de refilón mientras le tiraba martillos a unas tortugas. “Voy a comprar una gaseosa a la vuelta, ¿venís?”.

Salimos a la calle, fuimos hasta la esquina y doblamos para la playa. Le pregunté qué kiosco había para ese lado. No importa, dijo, y a mitad de cuadra frenó en seco y me miró. Inclinó apenas la cabeza para abajo, levantó los ojos, un movimiento casi imperceptible de la boca hacia un costado. Nos dimos un beso, me enterró la mano en la nuca y tironeó mi pelo con fuerza. Sentí un hormigueo en la cabeza, en el cuello, en la columna vertebral.

Después sacó una bolsita de nylon con unos caramelos masticables y me convidó. Comió dos y se prendió un cigarrillo. Nos quedamos sentados en una medianera bajita a media cuadra de las luces y de la gente que pasaba por la peatonal. Me volvió a mirar, estaba con las piernas cruzadas y tenía el cigarrillo entre los dedos. Nos empezamos a reír y me agarró la cara, nos dimos otro beso.

Ese enero fue más o menos así. Hacíamos salidas furtivas de los fichines y aprovechábamos para caminar un poco de la mano o darnos besos. A veces, nos encontrábamos antes de que ella entrara al local y encarábamos la plaza del castillo de madera y los ombúes. Franeleábamos contra algún árbol o nos sentábamos en las hamacas. Hablábamos de muchas cosas. Me dijo que quería ser policía. Yo le conté que me gustaría trabajar en una radio. Ninguno de los dos cumplió sus aspiraciones adolescentes, se ve.

Cuando ese enero, casi a fin de mes, me dijo que al día siguiente se volvía con su mamá para su pueblo, sentí como si alguien me clavara un dedo fuerte en el corazón. Esa noche hubo tormenta, los fichines estaban casi vacíos y el dueño cerró más temprano. Así que caminamos bajo la lluvia un par de horas. Nos dimos besos de despedida empapados, en una calle inundada y casi a oscuras. Hermoso y devastador.

Estuve derrotado una semana hasta que un día a la hora de la siesta sonó el portero. Era la Guti. Había vuelto solo por ese día. Bajé corriendo, la abracé y nos comimos la boca con desesperación. Salimos a caminar y le planteé algo que me parecía inevitable y que esta vez no podía dejar pasar: ¿qué íbamos a hacer durante el año? Yo vivía en la ciudad, como a cinco horas en auto de su pueblo. No tenía dudas: la única manera de vernos era coincidir de nuevo en la costa. ¿Si volvía en Semana Santa, ella podría venir a la vez? ¿Y en vacaciones de invierno? Ella dijo que bueno, que íbamos a ir hablando, que ya me había dado su MSN.

Esa tarde, mientras caía el sol, nos dijimos chau y me quedé viendo cómo se alejaba por una de las calles que llegan hasta la playa. Se iba entre los árboles y los dúplex, entre la gente que volvía a su casa con las reposeras y las sombrillas. Le miré las piernas, el pelo lacio, el culo. De pronto, se dio vuelta y me descubrió ahí, quieto. Se mordió la boca, se rio y me tiró un beso.

Apenas volví a mi casa la agregué al Messenger. Pasaron semanas hasta que después del plin en los parlantes apareció en el rincón del monitor la ventanita que decía que vane2_laguti@hotmail.com se había conectado. “Hola Guti!!”, puse con mi letra Verdana azul. “Hola!!!”, respondió con una fuente parecida a la Arial, en cursiva. Yo quería saber si ya tenía planes para Semana Santa, si iba a ir a la playa o qué. Ella decía que no tenía ni idea. Pasó Semana Santa y no nos vimos. Pasaron las vacaciones de invierno y no nos vimos. Llegó el verano siguiente y sí nos vimos.

En solo doce meses la Guti había cumplido varios años. Tenía la mirada felina. El pelo más oscuro. La cara sobrecargada de maquillaje. Yo me sentía muy igual al verano anterior. Ella cubría francos en un local de ropa. Yo iba siempre para ver si estaba, pero nunca sabía bien qué días le tocaba o no trabajar. Y, los días que estaba libre, por ahí nos cruzábamos, pero caminábamos juntos un rato y nada más. Me costó y me dolió entender que ese verano no quería darme mucha pelota y, cuando esa vez volví a la ciudad, pensé que no nos íbamos a ver más.

Tenía razón: ya no volví a verla en la playa los siguientes veranos. Y no me escribió más. Sin embargo, un día, cuando teníamos diecisiete años, me chateó para contarme que estaba viviendo por un tiempo en lo de una tía, a cuatro estaciones de tren. Arreglamos y una noche vino para salir con mi grupo de amigos. Yo sentía un poco de vergüenza porque me acordaba de cómo había sido el último verano que nos vimos. Pero no importó mucho. Había vuelto a ser un poco la Guti de cuando la conocí. Nos sonreímos apenas nos vimos, los dos teníamos puesta una campera de cuero. “Te queda linda la barba, eh”, me dijo ella. Esa noche escabiamos cualquier cosa, bailamos, transamos y fuimos a mi casa. Hablamos de muchas cosas. Yo le conté que pensaba arrancar el CBC de Comunicación. Ella dijo que iba a ver si pegaba algún laburo cerca o si se anotaba para el ingreso a la Policía, no lo tenía tan claro. No cogimos, terminamos medio durmiendo un rato y después la acompañé a tomarse el tren. Quedamos en charlar y ver si hacíamos algo. No nos volvimos a ver.

Y ahí estaba, diez años después, la Guti. Pasaba los productos por el scanner revoleándolos y masticaba chicle con una cara de orto bestial. Siempre había tenido algo como desafiante, una especie de hartazgo constante y porque sí. Eso la hacía atractiva a los trece, a los diecisiete o a los casi treinta, aunque tuviera puesta una camisa blanca con el logo del supermercado y una gorra roja. “¿Guti?”, pregunté mientras sacaba mi compra del chango y la apoyaba en la caja. “Sí, boludo, ¿qué te haces el que te cuesta reconocerme?”. Calculamos hacía cuánto no nos veíamos y hablamos de lo cambiada que estaba la costa hasta que terminó de pasar las cosas. Le pagué, guardamos todo y dijo “Cami, cierro un toque la caja, ya vuelvo”.

Una vez afuera, me preguntó qué onda, qué hacía comprando leche Nutrilon. Le conté que estaba en la costa por el fin de semana largo con Abril, mi mujer, que estábamos juntos hacía cinco años, y que teníamos una nena de uno, Gretchen. Me puse colorado antes de decir el nombre y la Guti se cagó de risa. “¿Gretchen? Ustedes los porteños se sarpan. Y vos padre, dejame de joder”. Me contó que después de vivir en lo de su tía se había dado cuenta de que prefería algo más tranqui, así que volvió a su pueblo. Estuvo casada dos años, dijo, pero se separó y prefirió instalarse en la playa para no cruzarse con el ex. Nos pasamos los celulares y me fui.

En casa preferí no contarle nada a Abril, si había sido nada, una boludez. Para la noche preparé un salteado símil chino de vegetales y carré de cerdo. Abril bañó a la nena, le dio de comer y consiguió que se quedara dormida. Por primera vez en mucho tiempo íbamos a poder estar solos. Cenamos con una botella de vino, sacamos las reposeras al balcón y nos tomamos la mitad de otra con el viento en la cara y vista al mar. Ella empezó a pestañear dejando los párpados cerrados cada vez más tiempo y, al rato, dejó caer la cabeza para atrás y se durmió.

Yo me serví otro vaso y me quedé un rato ahí. Estaba todo bien, me podría haber ido a dormir y hubiera sido una buena decisión, pero no tenía ganas de que la noche termine. Le sacudí apenas el hombro a Abril, le pregunté si no prefería acostarse, o que bajáramos juntos un rato a la playa. “¿Y Gretchen?”, preguntó, y le dije que tenía razón. La acompañé a la cama y bajé una colcha del placar, estaba fresco. “En una de esas yo bajo un rato”, le dije, y me respondió “sí, bueno”. Me puse un buzo para sentarme un rato en la entrada de la playa o caminar hasta la orilla del mar. También quería mandarle alguna boludez a la Guti, “qué loco cruzarnos”.

Agarré el teléfono, salí al palier y, en el ascensor, vi un mensaje que decía “che, aparato, si no te vas a poner en gil nos podemos ver hoy a la noche y nos desquitamos de una vez. Si no, ni me respondas”.

Todavía no respondí.